Cuando la democracia se reforma desde el poder
"La democracia es el peor de los sistemas políticos, excepto por todos los demás." — Winston Churchill
Por Isidro Aguado Santacruz
Recuerdo una historia que me narró un profesor de filosofía de la Facultad de Derecho. Contaba que, en la Atenas del siglo V a.C., un joven ambicioso llamado Critias, discípulo de Sócrates y miembro del círculo de los sofistas, logró llegar al poder como parte del régimen de los Treinta Tiranos. Durante su breve pero sangriento gobierno, abolió toda forma de representación popular, persiguió a los opositores y desmanteló los pilares democráticos que Pericles había sembrado con tanto esfuerzo. Al preguntarle años después por qué traicionó los principios democráticos que en su juventud defendía, sólo respondió: "el pueblo no sabe gobernarse, necesita ser dirigido con mano firme". Desde entonces, los griegos comprendieron que a veces el enemigo de la democracia no está fuera, sino dentro, disfrazado de redentor.
La historia de la democracia moderna, en México y en el mundo, no está hecha sólo de victorias ciudadanas, sino también de tentaciones autoritarias disfrazadas de reformas. Lo vimos en Venezuela, cuando Hugo Chávez disolvió las instituciones de contrapeso alegando su "ineficiencia" y "costos", y prometió una revolución democrática que terminó en un régimen asfixiante. Lo vivió Turquía, cuando Erdoğan desmanteló poco a poco el poder judicial y los órganos electorales para construir una presidencia omnipotente. En todos estos casos, como bien documentan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, el autoritarismo ya no llega con tanques, sino con leyes; no se impone de golpe, sino que se infiltra con reformas aparentemente legítimas, muchas de ellas populares, pero que eliminan los filtros del poder.
Y es que la democracia, como nos lo advirtieron los clásicos, es un sistema frágil. Sócrates desconfiaba de ella, Platón temía que degenerara en demagogia, y Aristóteles la defendía siempre que estuviera equilibrada por la virtud ciudadana y los pesos institucionales. Ninguno la idealizó, pero todos entendieron que la democracia no es la voluntad de la mayoría en abstracto, sino un delicado equilibrio entre representación, participación y límite al poder.
Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum ha anunciado su intención de presentar una reforma electoral que propone, entre otras cosas, eliminar los legisladores plurinominales, reducir el financiamiento público a los partidos políticos, establecer que los consejeros electorales sean electos por voto ciudadano, y disminuir el número de integrantes de los Ayuntamientos municipales. A simple vista, y en un país con tanta desigualdad y corrupción, estas propuestas podrían parecer sensatas. ¿Por qué seguir financiando partidos que no rinden cuentas? ¿Por qué mantener diputados que nadie eligió directamente? ¿Por qué sostener instituciones que consumen tantos recursos? ¿Por qué tener regidores donde no hay ni servicios básicos?
Pero esa lectura, aunque tentadora, es peligrosamente simplista.
Empecemos por la eliminación de las diputaciones y senadurías de representación proporcional.
Actualmente, de los 500 diputados federales, 200 llegan por esa vía, y de los 128 senadores, 64 no son electos por mayoría directa. Estos espacios, lejos de ser una anomalía, fueron una respuesta institucional a la falta de pluralidad del viejo sistema del partido hegemónico. Durante décadas, la oposición no tenía posibilidad real de acceder al Congreso. Fue gracias a los plurinominales que partidos minoritarios pudieron participar en la vida legislativa, representar a millones de ciudadanos y, poco a poco, construir una democracia más competitiva. Sí, hay abusos, y sí, se han colado perfiles sin méritos, pero la solución no es cancelar la pluralidad, sino depurarla, fortalecerla, vigilarla. La representación proporcional no es un capricho: es una conquista histórica que costó décadas de lucha, sangre y reformas negociadas.
Destruirla es romper el delicado equilibrio que da voz a las minorías políticas.
Segundo punto: el financiamiento público. La propuesta busca reducir a la mitad las prerrogativas a los partidos políticos, e incluso abrir la puerta al financiamiento privado con límites. Pero en un país donde el dinero ilícito —del narco, del desvío de recursos, del clientelismo— acecha cada campaña, reducir el financiamiento público no es ahorro: es una invitación al lavado de dinero. El Instituto Nacional Electoral ha documentado que, tan solo en las elecciones intermedias de 2021, detectó irregularidades por más de 300 millones de pesos en gastos de campaña no reportados. Si el dinero privado entra sin control, ¿quién garantiza que el crimen organizado no patrocine candidatos? ¿Qué pasará con los partidos pequeños, con los movimientos emergentes, con las candidaturas independientes? Una democracia no se mide por lo que cuesta, sino por lo que garantiza: equidad en la competencia, transparencia en la financiación y libertad para todos de participar.
Tercer punto: la elección de consejeros electorales por voto ciudadano. A primera vista, suena democrático. Pero, en la práctica, puede abrir una caja de Pandora. ¿Quién financiará las campañas de estos aspirantes? ¿Cómo se blindarán de intereses partidistas o empresariales? ¿Qué mecanismos asegurarán su imparcialidad? En países como Bolivia, donde los jueces del Tribunal Constitucional son elegidos por voto popular, la experiencia ha demostrado que el voto no garantiza independencia, y que incluso puede profundizar la politización del sistema judicial. El INE, como heredero del IFE, fue construido para ser un árbitro neutral, con reglas claras y selección técnica. Convertirlo en una arena de popularidad es diluir su función.
Y cuarto: la reducción de los integrantes de Ayuntamientos. Es cierto que hay municipios en los que hay más regidores que patrullas, y que el dispendio local muchas veces raya en el absurdo. Pero legislar en lo general, sin considerar la diversidad demográfica, política y cultural del país, es legislar con torpeza. ¿Tendrá los mismos efectos reducir de 12 a 9 regidores en un municipio de 40 mil habitantes que hacerlo en uno de un millón? ¿Quién fiscalizará las decisiones? ¿Quién representará a las comunidades indígenas o rurales? La austeridad no debe ser sinónimo de ceguera institucional.
Más allá de partidos recompensados, las reformas anteriores —desde los años ochenta hasta la consolidación del INE— fueron mecanismos para canalizar la pluralidad política, reconocer la diversidad de voces y, a la postre, construir instituciones que dieran certeza y legitimidad, dentro y fuera de México, a los procesos electorales. El Instituto Federal Electoral, hoy INE, y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, son ejemplos de instituciones autónomas que surgieron del consenso y que han sido pilares de la transición democrática. La señal que se envía hoy es la de una reforma gestada desde el poder, sin contrapesos ni diálogo público. Más aún, si consideramos cómo se ha buscado someter a las instituciones autónomas, cómo se ha desmontado el entramado institucional con pretextos de ahorro o moralización, y cómo se remodeló el Poder Judicial por medio de una elección extraordinaria que, según diversos juristas, careció de plena legalidad y transparencia.
Habrá que esperar a conocer la integración completa de esta comisión presidencial. Pero si de verdad se busca un ejercicio serio y de trascendencia democrática, su composición deberá ir más allá de personajes cercanos al oficialismo. La inclusión de académicos independientes, expertos electorales, representantes de la sociedad civil, y sobre todo, voces disidentes, es indispensable para dotar de legitimidad y consenso a cualquier propuesta. No se puede reformar la democracia desde un solo rincón del poder, sin el eco de la ciudadanía y sin el cuidado de la historia.
México no necesita menos democracia, sino más democracia. No una democracia más barata, sino una más sólida. Una donde las instituciones no sean vistas como obstáculos, sino como escudos. Donde los disensos no se silencien, sino se conviertan en oportunidades de diálogo. Y donde las reformas no sean puentes hacia el autoritarismo, sino caminos hacia la consolidación de una ciudadanía más libre, más informada, más participativa.
Como decía Antonio Caso, "la libertad no se conquista de una vez y para siempre; hay que ganarla todos los días, con el pensamiento y con el alma". Ojalá que el alma de México no esté dispuesta a vender su libertad por una promesa de austeridad.
¿Y usted qué opina, estimado lector? ¿Vale más una democracia costosa, pero representativa, o una economía electoral barata que sólo escuche una voz? La historia no absuelve a los que callan.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector.