Columnas

Donde comienza la patria

Isidro Aguado Santacruz Archivo

"La frontera no es una línea: es una herida que sangra historia, sueños y abandono."
— Gabriel Trujillo Muñoz, escritor bajacaliforniano

Por Isidro Aguado Santacruz

Una tarde cualquiera, entre cafés tibios y la brisa salitrosa que llega desde Playas de Tijuana, un amigo me lanzó una pregunta que, desde entonces, no ha dejado de resonar en mi mente: "¿Por qué no escribes sobre nuestro estado? Tu Tijuana. Tu México. Ese que vives, que criticas, que sueñas." En ese instante comprendí que, quizás, antes de seguir hablando del país desde el centro, habría que volver la mirada al borde, al margen, al confín del mapa donde empieza la patria y termina también, en muchos sentidos, su promesa.
Hoy quiero iniciar contigo, lector, un viaje. Cada viernes, en este espacio, me propongo narrar lo que somos y lo que podríamos ser. Porque hay un México que se respira distinto en cada esquina, un México que no cabe en el discurso uniforme del poder. Un México fronterizo, extremo, urgente. Y no hay mejor punto de partida que Baja California: esta tierra de contrastes tan rotundos como sus montañas áridas y sus valles fértiles, sus playas turísticas y sus colonias marginadas, su vocación cosmopolita y su olvido institucional.

Imagino lo que podría ser si nuestros gobernantes, por una vez, dejaran de gobernar para su inmediatez y comenzaran a soñar con un estado digno, funcional, justo. Si Tijuana, por ejemplo, dejara de ser la ciudad de paso y comenzara a ser la ciudad de llegada. Donde no sólo se crucen los migrantes, los sueños truncos y las mercancías, sino también las ideas, la cultura, la vida. Donde caminar por la Avenida Revolución en la noche no implique sospecha ni peligro, sino una experiencia estética, humana, urbana. Un sitio donde se mezclen el arte callejero, la danza, la cerveza artesanal y el mariachi sin necesidad de que lo vigile un policía armado con miedo.

Tijuana es un suspiro atrapado entre el desvelo y la frontera, una ciudad que no duerme no porque tenga prisa, sino porque teme cerrar los ojos y desaparecer. Es un río humano que nunca deja de correr, aunque nadie sepa bien hacia dónde. Cada esquina tiene su historia, y cada historia una herida. El niño que vende chicles en la línea con la dignidad de un embajador. La mujer que cruza a diario para limpiar casas que no le pertenecen, mientras su propio hogar se cae a pedazos. El artista que pinta murales en los puentes con la esperanza de que algún día esos muros sean galerías.

Hay algo profundamente místico en esta ciudad: una especie de fuerza telúrica que emana del asfalto agrietado, del concreto sucio y de los cerros pelones, como si la tierra misma supiera que aún no ha sido conquistada del todo. Aquí, las casas se levantan como milagros: sin permiso, sin planos, sin certeza de permanecer. Pero se levantan. Y resisten. Y florecen entre los escombros como bugambilias tercas que no saben de permisos ni catastros.

Tijuana podría ser un poema si alguien se atreviera a leerla sin prejuicios. Podría ser una ópera callejera, si las sirenas dejaran de gritar tanto. Podría ser la capital del porvenir si el presente no doliera tanto. En sus calles vibra una nostalgia anticipada, como si todos supiéramos que algo mejor pudo haber sido, y aun así seguimos caminando. Porque Tijuana no se detiene. Se fractura, se agrieta, pero sigue.

Imagina, lector, si las noches fueran seguras. Si los parques volvieran a llenarse de niños y no de miedo. Si las colonias que trepan los cerros tuvieran agua como tienen sueños. Si los taxis no fueran refugios de conversaciones tristes, sino pequeños teatros ambulantes. Imagina si el arte tuviera presupuesto, si la cultura fuera política pública, si la ciudad no fuera el patio trasero de nadie, sino el jardín frontal de todos.

Tijuana es el único lugar donde puedes escuchar cinco lenguas en un solo vagón, donde un desayuno puede incluir pho, tamal y hotcake, donde una madre puede ser abogada de día y taquera de noche. Aquí, lo imposible no es raro. Aquí, el futuro ya llegó, pero anda descalzo y con hambre.

Y sin embargo, a pesar de todo, Tijuana ama. Se entrega. Se reinventa. Porque esta ciudad no fue fundada, fue parida. Y como todo lo que nace con dolor, tiene una vocación de eternidad. No importa cuántas veces la ignoren, la calumnien o la vendan. Siempre habrá alguien que la defienda. Siempre habrá una esquina donde florezca algo nuevo. Siempre habrá un niño que juegue, una mujer que sueñe, un viejo que cuente historias. Y mientras haya historias, Tijuana seguirá viva.

Por eso escribo. Porque creo que las letras no deben ser solamente un espejo, sino una linterna. Porque creo que este estado —mi estado, tu estado— no está condenado al caos, sino invitado al cambio. Pero el cambio no ocurre por decreto ni por slogans. Ocurre cuando se piensa en grande, cuando se educa en libertad, cuando se planifica con ética.
Lo que Baja California puede ser no está en los discursos oficiales. Está en el rumor de los mercados, en el murmullo de las escuelas, en las historias que escuchamos y olvidamos. Está en cada conversación entre amigos, como aquella tarde frente al mar, cuando alguien me pidió: "Escribe sobre nosotros."

Aquí estoy. Escribiendo. Empezando. Porque contar lo que somos es también una forma de empezar a ser lo que podríamos. Porque Tijuana merece ser contada, no con estadísticas frías ni con propaganda ruidosa, sino con la calidez con la que se narra lo que uno ama profundamente. Y yo la amo, aunque me duela. Aunque a veces no sepa cómo salvarla. Aunque a veces sea ella quien me salve a mí.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.