El arte perdido de dudar
_"Vive por ahora las preguntas. Tal vez, algún día lejano, sin darte cuenta, vivas también en la respuesta."_
— Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta
Por Isidro Aguado Santacruz
He estado unos días sin escribir, como quien se queda varado en una playa donde el mar dejó de hablar. Me vi rodeado de ideas que parecían espejismos: brillaban a lo lejos, pero al intentar tocarlas se desvanecían entre los dedos. Había días en que creí que el silencio era la única respuesta digna, una especie de refugio para no admitir la verdad más simple: no sabía qué decir. Y entonces descubrí que ese vacío no era ausencia, sino el eco de una pregunta que se me había extraviado sin que yo lo advirtiera.
Porque toda escritura es, en el fondo, un gesto de búsqueda, y toda lectura un encuentro inesperado. Fue así como, en medio de aquella penumbra interior, regresé a mis viejos textos, no para encontrar certezas, sino para recordar la antigua tradición de interrogar al mundo antes de intentar explicarlo. Y mientras leía, una imagen me estremeció: la del sabio que, ante la imposibilidad de responder, elige formular más dudas, no para escapar, sino para abrir grietas donde pueda entrar la luz. En ese instante sentí algo semejante a ver aves sobrevolando un naufragio: un recordatorio de que incluso en la derrota hay señales de vida.
Qué extraño resulta, pensará usted, que en una época donde acumulamos más conocimiento que nunca, la duda se haya vuelto un acto de deshonra. ¿En qué momento empezamos a temerle a la incertidumbre con la misma aversión con la que antes temíamos a los dioses? Quizá fue cuando confundimos información con sabiduría, datos con criterio, algoritmos con entendimiento. En el escenario estridente de las redes sociales, donde cada afirmación se pronuncia con la soberbia de quien cree poseer la verdad absoluta, la pregunta ha sido desterrada como si fuera un vestigio infantil, una debilidad inadmisible. Hoy parece obligatorio escoger un bando, atrincherarse en una frase corta y sin matices, renunciar incluso al derecho de no saber.
Pero piense conmigo: ¿qué civilización podría construirse sin preguntas? ¿Qué arte, qué ciencia, qué política, qué amor puede crecer donde todo está previamente respondido? Somos criaturas que avanzan gracias a sus incertidumbres, no a sus dogmas. Y sin embargo, el sistema educativo, la arena política y nuestros hábitos cotidianos han moldeado un mundo donde la duda molesta, interrumpe, incomoda. Se nos enseña que lo importante es responder, aun cuando la respuesta sea mediocre, superficial o ajena. La pregunta, ese temblor inicial donde nace la inteligencia, queda relegada a los primeros años de vida, como si fuera un juguete que debemos abandonar para convertirnos en adultos "serios".
¿No es paradójico? Nos volvimos adultos para dejar de preguntar, cuando la madurez consiste precisamente en hacerlo mejor.
Vivimos en una época donde la transparencia se ha convertido en un dogma inclemente. Todo debe ser visible, decible, evidente. Lo oculto, lo complejo, lo ambivalente despierta sospecha. Es normal entonces que la vacilación se interprete como ignorancia y la ignorancia como un pecado público que merece escarnio. El resultado de esta cultura de certezas es devastador: juicios apresurados, fanatismos que se alimentan del simplismo, políticas públicas diseñadas con la arrogancia del "yo tengo la razón", ciudadanos que repiten consignas sin detenerse a preguntarse si realmente las comprenden.
Y aquí es donde el dilema se vuelve verdaderamente político y profundamente humano: ¿qué sociedad estamos edificando si castiga el pensamiento lento? ¿Cómo se gobierna un país donde todos creen tener la última palabra, pero nadie escucha la primera pregunta? ¿Cómo se repara un tejido social desgarrado por la prisa, la polarización y la vanidad del que presume saberlo todo? ¿Qué economía puede prosperar sin cuestionar sus propias desigualdades? ¿Qué democracia puede funcionar si no admite la posibilidad de estar equivocada?
Por eso afirmo, sin temblor pero con humildad, que necesitamos recuperar el valor de la pregunta. No como un gesto académico, sino como un acto de resistencia. Preguntar es desacelerar, romper el molde, desafiar al dogma, abrir ventanas en un edificio que se estaba quedando sin aire. Preguntar es el primer paso para reconocer que el otro podría tener parte de razón. Es también reconocer que nuestra propia perspectiva es limitada, frágil, humana.
Y sí, es una paradoja hermosa: volvemos a ser más inteligentes cuando aceptamos que ignoramos más de lo que suponemos.
Hoy la inteligencia artificial nos ofrece respuestas inmediatas, impecables, limpias de titubeo. Pero quizá por eso mismo necesitamos más que nunca el músculo del discernimiento, la paciencia del análisis y la nobleza de dudar. La máquina contesta; el ser humano pregunta. Y es esa diferencia la que aún nos mantiene en el territorio de lo profundamente humano.
Por eso, lector o lectora que hoy me acompañas en estas líneas, te pregunto:
¿cuándo fue la última vez que dudaste de lo que creías incuestionable? ¿En qué momento dejaste de preguntar por miedo a parecer vulnerable? ¿Qué pasaría si volvieras a interrogar a tus rutinas, a tu política, a tu fe, a tu trabajo, a tu manera de amar? ¿Se puede tener una vida plena sin cuestionar el rumbo? ¿Puede un país encontrar justicia sin preguntarse primero qué significa justicia? ¿Puede la economía crecer sin preguntarse para quién crece? ¿Podemos enfrentar el cambio climático sin cuestionar nuestro estilo de vida? ¿Puede la cultura florecer sin el derecho a la incertidumbre?
No tengo las respuestas. Pero sé que en las preguntas reside la dignidad de una nación que aún puede pensar por sí misma.
Y si algo pretendo con esta columna es devolverle un pequeño lugar al signo de interrogación, ese trazo curvo y humilde que nos recuerda que el mundo está lejos de estar resuelto.
Y antes de despedirme, déjame contarte algo, lector o lectora que me acompañas: si alguna vez has sentido que las respuestas te pesan o te asfixian, hay un libro que quizá pueda acompañarte en esa búsqueda que no termina. Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke, es un pequeño faro escrito no para resolver, sino para enseñar a vivir dentro de la pregunta.
¿Te atreves? ¿Te atreves a habitar tus dudas como si fuesen un cuarto propio, un territorio fértil donde algo aún germina?
Rilke decía que las preguntas son casas en construcción, lugares donde la vida se prepara para su próximo gesto. Tal vez —solo tal vez— eso es lo que necesitamos hoy: reaprender a vivir dentro de la pregunta, no como derrota, sino como una forma más delicada y humana de existir.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente FIN de semana lector@s.
*_El Columnista es analista político, autor de los libros Un país imaginario y Tras las cortinas del poder. Escribe todos los martes y viernes su columna Cambio de ritmo_