Columnas

El arte secreto de transformarnos

Isidro Aguado Santacruz Archivo

"La mente se adapta y convierte en su propio bien aquello que le sucede"
— Marco Aurelio, Meditaciones

Por Isidro Aguado Santacruz

Hay noches que no anuncian nada, pero lo contienen todo. No traen lluvia ni estruendos, no reclaman nuestra atención con grandes gestos; simplemente se extienden sobre el mundo con una quietud tan perfecta que uno siente, por un instante, que el tiempo respira al mismo ritmo que nosotros. Así era la noche en la que comprendí —sin buscarlo— que la plenitud no es un hallazgo espectacular, sino un murmullo, un roce leve, una sombra que se acomoda en el rincón más discreto de la casa.

El perro dormía a mis pies; esa paz animal que no envidia nada. Las manos de quien estaba a mi lado pasaban las páginas de un libro con la suavidad con que se acaricia un recuerdo. Y yo, con el alma en pausa, sentí que algo —no sabría decir qué— se ajustaba dentro de mí como una pieza perdida que por fin encuentra su sitio. Quise guardar ese instante, apresarlo antes de que la noche lo disolviera. Porque lo esencial, lo que realmente sostiene la vida, suele pasar sin hacer ruido.

Desde entonces pienso que vivir no es una línea recta, sino un conjunto de despedidas pequeñas. Aprender a decir "no" sin culpa. Renunciar a lo que nos agota. Dejar de pretender que la suerte ajena nos pertenece. No dedicar la vida a perseguir espejismos que nunca sacian. No mirar la cosecha del vecino mientras nuestra propia tierra, abandonada, suplica por agua.

Los antiguos ya lo intuían.
Epicuro confiaba en que lo sencillo basta cuando el corazón está en paz.
Heráclito sabía que el mundo es un río imposible de detener.
Aristóteles veía en la mente —en su claridad, en su serenidad— una forma superior de plenitud.
Pascal sospechaba que la peor batalla del ser humano se libra en silencio, frente a sí mismo.
Y Whitman, siempre desbordado, aseguraba que cambiamos porque contenernos sería una forma de morir en vida.

Quizá por eso los cambios, incluso los que tememos, tienen la delicadeza de un llamado profundo. Uno se resiste, claro. A veces hasta se aferra con uñas gastadas a ideas, afectos, identidades o rutinas que ya no caben en la persona que somos. Pero nada florece en lo que se niega a transformarse.

El cambio no destruye: nos revela.
Lo viejo cae para que algo distinto pueda entrar.
Lo que duele también es una señal: nos está diciendo que ya no pertenecemos a ese lugar, a ese pensamiento, a esa versión antigua de nosotros mismos.

Soltar no es perder: es permitir que la vida vuelva a moverse.

Y en ese ir y venir, en ese reajuste perpetuo del alma, hay un compañero silencioso que siempre regresa cuando más lo necesitamos: el acto de leer. No para presumir cultura, sino para sobrevivir a la intemperie de los días.
Quien lee vive varias vidas antes de enfrentar la propia. Se reconoce en destinos ajenos. Comprende lo que aún no ha vivido. Se salva un poco de sí mismo.

Una biblioteca —aunque sean pocos libros— es un mapa íntimo de nuestras metamorfosis. Cada volumen es un espejo de quiénes fuimos al leerlo y quiénes no queremos volver a ser. Por eso compartir una biblioteca es compartir una vida; es juntar memorias y permitir que dos mundos respiren juntos sin confundirse.

Y en este tiempo donde la prisa pretende definirnos, donde la productividad se ha convertido en moneda y en atadura, detenerse a no hacer nada —bien, profundo, sin culpa— es casi un acto de soberanía interior.

El mundo exige velocidad; pero lo que nos sostiene exige lentitud.
La quietud no es renuncia: es lucidez.
El silencio no es vacío: es revelación.

En medio de ese vaivén aparece, sin pedir permiso, la inteligencia artificial. No como un oráculo ni como un monstruo, sino como un nuevo espejo que multiplica nuestras posibilidades y también nuestros errores. Es una herramienta que simplifica lo mecánico, pero que nos obliga a profundizar más en lo humano.

Ella puede resolver tareas, pero no puede sostener un alma.
Puede ordenar datos, pero no puede cargar con la nostalgia.
Puede acelerar procesos, pero no puede enseñarnos a vivir.

Si la usamos con sensatez, nos permitirá dedicar más tiempo a aquello que realmente importa: comprendernos, transformarnos, pensar con calma, mirar con detenimiento lo que antes no veíamos.
Si la usamos sin criterio, sólo amplificará nuestro ruido interior.

Y hablando de calma, de lucidez y de esa capacidad de retornar a uno mismo, dejo aquí la recomendación prometida —la que siempre llega al final, donde mejor se acomoda—:

Meditaciones de Marco Aurelio.

Lo recomiendo no por erudición, sino porque es un cuaderno íntimo donde un hombre que gobernaba el mundo se recordaba, noche tras noche, que la verdadera batalla se libra dentro. Es un libro que nos invita a entender lo incierto con serenidad, a mirar lo fugaz con respeto y a comprender que lo único que realmente poseemos es aquello que sucede en nuestro interior.

Si algo puede acompañar el arte de transformarnos, es ese libro.
Si algo puede enseñarnos a escuchar la noche sin miedo, es ese libro.
Y si algo puede recordarnos que seguimos vivos —a pesar de todo, con todo, incluso por todo—, también es ese libro.

Porque la vida, estimad@s lector@s, no se resuelve: se atraviesa.
Y mientras la atravesamos, siempre estamos, de algún modo, escribiéndonos.

Y, como detalle para esta comunidad lectora, te comparto el enlace en PDF del libro recomendado con autorización de este medio:

https://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/ObrasClasicas/_docs/Meditaciones_MarcoAurelio.pdf


El columnista es analista político, autor de los libros Un país imaginario y Tras las cortinas del poder. Escribe todos los martes y viernes, su columna, Cambio de ritmo.