El poder se ejerce con humildad
_"El poder no corrompe; el poder desenmascara."_
— Octavio Paz
Por Isidro Aguado Santacruz
¿Qué es el poder? ¿Una fuerza invisible que estructura las relaciones humanas? ¿Un instrumento de cambio o una máscara que, al caer, revela las pasiones más oscuras del ser humano? Esta pregunta ha acompañado a la humanidad desde los tiempos de la polis griega hasta los pasillos de los palacios modernos. Cuando la presidenta Claudia Sheinbaum pronuncia que "el poder se ejerce con humildad", convoca —consciente o no— a un antiguo debate que atraviesa la filosofía, la historia, la política y la ética. Pero ¿qué significa exactamente ejercer el poder con humildad? ¿Y cuántos líderes pueden verdaderamente sostener esa afirmación sin contradecirse con su actuar?
Antonio Caso, uno de los filósofos más brillantes de nuestra historia mexicana, decía que la ética debía ser superior a la política, y que el poder debía tener como límite la conciencia. Para él, el gobernante no era un dueño del destino colectivo, sino un servidor del bien común. Mario Vargas Llosa, por su parte, ha señalado con agudeza que la política latinoamericana muchas veces degenera en una lucha por el privilegio, más que en un servicio a la sociedad. Platón advertía en La República que quien busca el poder por ambición, y no por sentido de justicia, inevitablemente terminará dañando a la comunidad.
Aristóteles fue más prudente: decía que el poder debía ser ejercido por los más virtuosos, pero bajo la vigilancia constante de la ley y del pueblo. Y, sin embargo, la historia se ha empeñado en demostrar lo contrario.
México no es ajeno a los abusos del poder. En 2022, la Auditoría Superior de la Federación detectó irregularidades por más de 63 mil millones de pesos en el ejercicio del gasto público, lo cual refleja no solo errores administrativos, sino estructuras de poder que se manejan sin control ni humildad. Los lujos ostentosos de ciertos funcionarios, los viajes en aviones privados, las escoltas en convoy, los tratos preferenciales y la arrogancia en el discurso son la muestra de que el poder, en muchos casos, se ha confundido con el derecho a ser servido, no con el deber de servir. Cuando la presidenta Sheinbaum alude al "poder con humildad", lo hace en un contexto donde algunos de sus colaboradores o figuras cercanas han sido captados disfrutando privilegios —hoteles de lujo, restaurantes exclusivos, servicios VIP— ajenos al ciudadano común. Lo que podría parecer un acto menor, es en realidad un símbolo: en política, los gestos también son mensajes. Y cuando el pueblo percibe que el poder se convierte en prerrogativa, nace la desconfianza.
Según Latinobarómetro (2023), sólo el 17% de los latinoamericanos confía en sus gobiernos. En México, el nivel de confianza institucional en los partidos políticos ronda el 12%, y en el Congreso apenas el 15%. Estas cifras no reflejan solo una crisis de comunicación, sino una fractura entre el discurso y la práctica. No basta con proclamar humildad: hay que ejercerla. Y la humildad en el poder no se mide por palabras, sino por decisiones: austeridad real, cercanía auténtica, transparencia radical.
El poder, como bien lo entendió Maquiavelo, es una herramienta neutral. Puede usarse para construir repúblicas o para instaurar tiranías. Abraham Lincoln lo usó para liberar a los esclavos; Hitler, para exterminar a millones. Mandela lo ejerció desde la reconciliación; Stalin, desde el terror. En México, Lázaro Cárdenas representa uno de los pocos ejemplos históricos del poder ejercido con humildad. Rechazó vivir en Los Pinos, se negó a usar guardaespaldas, y murió sin riqueza personal. Su poder no radicaba en sus decretos, sino en su autoridad moral. En cambio, otros personajes lo han usado como trampolín para enriquecerse, perpetuarse o blindarse. A lo largo de nuestra historia, desde los cacicazgos posrevolucionarios hasta los exgobernadores prófugos de la justicia, el poder ha sido deformado en botín.
Volvamos a la frase inicial: "el poder se ejerce con humildad". ¿Puede ser esto más que una declaración retórica? Sí, pero sólo si se convierte en una política de vida. Si los funcionarios viven como el pueblo, si sus decisiones se toman con empatía, si rinden cuentas, si escuchan antes de imponer. Ejercer el poder con humildad implica entender que no es un derecho divino ni un logro personal, sino una concesión temporal del pueblo para servirle. Implica saber que uno no es indispensable y que, en democracia, todo poder es prestado. Requiere ética, vigilancia y renuncia a los privilegios.
Poder viene del latín posse, que significa ser capaz de. ¿Capaz de qué? De transformar la realidad para bien. De combatir la desigualdad. De dar voz a los invisibles. De gobernar sin abusar. El poder es la prueba definitiva del carácter. Porque, como escribió Lord Acton: "El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente." Pero hay otra cara: la de quienes hacen del poder un instrumento de justicia.
La humildad, entonces, no es una pose. Es una convicción. Y en tiempos como los nuestros, donde la tentación del privilegio sigue viva, la humildad debe ser el principio rector de todo gobierno que se diga democrático. Porque quien no ejerce el poder con humildad, termina por ser esclavo de su arrogancia.
¿Quién se atreverá a ejercerlo como Cárdenas, como Mandela, como Juárez? Quizá esa será la verdadera revolución. La que aún está por comenzar.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector.