La Extinción del Lector
Hace unos días, un joven universitario me pidió ayuda para revisar un texto que debía presentar en su clase. Se trataba de un ensayo sobre ética en la era digital. Al leerlo, noté algo extraño: era impecable, sí, pero carente de alma. Le pregunté cómo lo había escrito. "Lo hizo ChatGPT", me respondió con naturalidad, como si estuviera confesando que había usado una calculadora para una suma complicada. No lo había leído, no lo comprendía. Solo lo envió, lo presentó y obtuvo su calificación. "¿Para qué pensar, si la máquina lo hace mejor?", añadió, entre risas que no sabían aún que acababan de cavar su propia fosa intelectual.
Esta escena no es una anécdota aislada. Es el síntoma de un proceso más profundo y alarmante: estamos dejando de leer, de pensar, de crear por nosotros mismos. Delegamos el pensamiento, tercerizamos la reflexión, alquilamos nuestra conciencia a cambio de eficiencia. Y en ese pacto fáustico, estamos perdiendo nuestra humanidad.
No es exageración. Según el National Endowment for the Arts, el porcentaje de adultos estadounidenses que leen al menos un libro al año cayó del 55% al 48% en solo una década. Entre adolescentes, el dato es aún más inquietante: solo el 14% de los jóvenes de 13 años lee por placer diariamente, frente al 27% de hace una década. En México, la Encuesta Nacional sobre Hábitos de Lectura (ENLEF 2023) reveló que el promedio de libros leídos al año es de 3.4, pero la mitad de la población no lee ninguno.
Y ahora, a esto se suma un nuevo protagonista: la inteligencia artificial. Como diría Umberto Eco, "el que no lee, a los 70 años habrá vivido una sola vida; el que lee, habrá vivido cinco mil". Pero en la era de la IA, ni siquiera necesitamos vivir la nuestra. Basta con pedirle a una máquina que lo haga por nosotros.
Un estudio del MIT lo confirma: los participantes que usaron ChatGPT para redactar un ensayo mostraron menor actividad cerebral que aquellos que lo escribieron por sí mismos. Además, recordaban menos lo que habían escrito y presentaron textos más pobres en análisis, profundidad y sentido. Es decir, pensar duele menos, pero también vale menos. Nos volvemos usuarios de ideas prefabricadas, huérfanos de la crítica, prisioneros de una inmediatez sin sustancia.
¿En qué momento dejamos de ser lectores para convertirnos en consumidores de datos?
La Real Academia Española define "lector" como quien "interpreta textos", pero también como un dispositivo que "convierte información de un soporte determinado en otro tipo de señal". Así, se equipara al lector humano con el lector de códigos QR, con el escáner del supermercado. Somos, semióticamente hablando, intercambiables. ¿Cómo llegamos aquí?
La respuesta, quizás, está en el tránsito de la sociedad del conocimiento a la sociedad de la información. Como advertía Jean-François Lyotard, la posmodernidad no nos hizo más sabios, sino más rápidos. Abolimos las grandes narrativas, reemplazamos la profundidad por la velocidad, la contemplación por la compulsión. En este nuevo paradigma, lo importante no es lo que piensas, sino cuán rápido lo produces. La inteligencia se mide en terabytes por segundo.
Y sin embargo, ¿qué es la inteligencia en la era digital? La American Psychological Association reveló que los jóvenes de entre 18 y 22 años presentan hoy peores resultados en razonamiento verbal y abstracto que generaciones anteriores. El efecto Flynn, que durante décadas indicaba que cada generación era más inteligente que la anterior, se ha revertido. Estamos frente a un descenso global del coeficiente intelectual. ¿Culpa de las pantallas? ¿De la IA? ¿O de un sistema que ha confundido el acceso con la comprensión?
Usamos el GPS para todo. Dejamos de memorizar rutas. Ya no hacemos cálculos mentales, usamos calculadoras. No escribimos a mano, dictamos al celular. ¿Dónde quedó el esfuerzo? ¿Dónde la pausa necesaria para pensar? El filósofo Byung-Chul Han ya lo advirtió: en esta era de la transparencia y la hiperconexión, la atención está fragmentada, la contemplación es un lujo y la lectura profunda, casi un acto revolucionario.
Hoy, escribir en una máquina de escribir es visto como una excentricidad; visitar una biblioteca, como una rareza; leer un libro físico, como una nostalgia. Y sin embargo, resistir tiene sentido. No porque la tecnología sea mala —no lo es—, sino porque nos está tentando a dejar de ser lo que somos.
La IA puede ser una herramienta extraordinaria. Puede expandir nuestras posibilidades. Pero solo si antes hemos aprendido a pensar. Si no hay lectura crítica, si no hay conciencia de contexto, si no hay comprensión profunda, la IA será solo un espejo de nuestra superficialidad. El problema no es la máquina; somos nosotros, al usarla sin criterio, sin límite, sin ética.
Esta columna no es una apología del pasado, ni un rechazo irracional al progreso. Es una advertencia. Como la rana del experimento que no salta del agua que hierve lentamente, nosotros tampoco notamos el momento exacto en que dejamos de ser humanos pensantes para convertirnos en terminales de un sistema que ya piensa por nosotros.
Urge repensar nuestra relación con la tecnología. Volver a los libros, a la escritura lenta, al pensamiento incómodo. Urge formar lectores, no de archivos binarios, sino de ideas. Lectoras que sueñen, que contradigan, que pregunten. Que no necesiten siempre una pantalla para saber quiénes son.
Tal vez aún no sea tarde. Tal vez aún podamos rescatar al lector antes de que desaparezca del todo. No para volver al pasado, sino para defender lo mejor del presente. Porque leer, en este siglo, ya no es solo un placer ni una habilidad. Es un acto de resistencia.
¿Es el fin del pensamiento crítico? ¿Debemos aceptar que el arte de leer y escribir —como la caligrafía, los mapas de papel o la Teleguía— son prácticas arcaicas, reliquias en el museo de lo inútil?
No. O no aún.
Quienes seguimos leyendo no somos románticos incurables ni cínicos nostálgicos. Somos resistencia. Somos el eco vivo de una tradición que entiende que el conocimiento no se delega. Que la sabiduría no se descarga. Que la comprensión no es un clic.
Y ahí sí, como en el cuento de Borges, un día alguien pedirá una conferencia, una carta, un ensayo... y no quedará nadie que sepa escribirla. Solo máquinas parlantes. Sin alma. Sin lectura. Sin humanidad.
Entonces recordaremos —tal vez tarde— que pensar era un privilegio. Y que leer era una forma de libertad.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.