Las formas de gobierno
_"El fin del Estado es la vida buena, y no simplemente la vida."_ — Aristóteles, Política
Por Isidro Aguado Santacruz
Este viernes literario, estimada lectora y estimado lector, le propongo un ejercicio poco común en tiempos de prisa y consignas: detenernos a pensar el poder. No al poder como espectáculo ni como botín, sino como una fuerza frágil, peligrosa y profundamente humana. Pensarlo no desde la coyuntura, sino desde la historia larga, esa que no grita, pero advierte.
Platón ya sabía —y lo escribió con la amargura de quien ha visto morir a la razón— que las ciudades no caen solo por invasiones externas, sino por la confusión interna entre el saber y la opinión. En La República, la política aparece como un drama moral: cuando gobiernan quienes no saben gobernarse a sí mismos, la ciudad se convierte en un ruido permanente.
Platón no temía al pueblo; temía a la ignorancia organizada, a la emoción convertida en ley.
Aristóteles, mi filósofo favorito, fue más sobrio y quizá por eso más inquietante. No escribió para seducir, sino para advertir. Observó la política como un médico observa el cuerpo: con atención a sus síntomas y a sus recaídas. Para él, el problema central del poder no era su forma, sino su finalidad. Gobernar no consistía en imponer la voluntad, sino en buscar el bien común, una expresión que hoy suena antigua, pero que sigue siendo revolucionaria.
Su famosa clasificación —el gobierno de uno, de pocos y de muchos— no era un catálogo neutro, sino un diagnóstico ético. Cada forma podía ser justa o perversa. Todo dependía de la virtud. La democracia, decía Aristóteles, no era peligrosa por permitir que muchos decidieran, sino por hacerlo sin ley, sin educación cívica, sin carácter. Por eso desconfiaba de ella. No porque fuera inviable, sino porque era vulnerable.
La politeia aristotélica aparece entonces como un equilibrio delicado, casi poético: un sistema donde nadie lo controla todo, donde la ley pesa más que el capricho y donde el poder se distribuye para que no se pudra. Aquí la política deja de ser un acto de fuerza y se convierte en un ejercicio de moderación, una virtud que hoy parece escasa.
Montesquieu retomó esta intuición siglos después y la tradujo en arquitectura institucional. "Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder", escribió. No era una frase elegante; era una advertencia antropológica. Conocía demasiado bien la naturaleza humana. Sabía que el poder, cuando se concentra, enceguece. Que hay hombres y mujeres que, al sentirse investidos de autoridad, confunden mando con verdad y cargo con sabiduría.
Y entonces aparecen los rostros conocidos: los gobernantes que creen tener todas las respuestas; los que ya no escuchan porque se escuchan demasiado. Pero también aparecen otros, más silenciosos y no menos responsables: los legisladores que levantan la mano sin leer, los cabildos que votan por consigna, los congresos que renuncian a deliberar. No gritan, pero erosionan. No mandan, pero permiten.
John Locke defendía los límites al poder porque entendía que la libertad no se preserva con discursos, sino con controles. Spinoza pensaba que la política debía educar las pasiones, no explotarlas. Churchill, con sarcasmo lúcido, aceptó la imperfección de la democracia porque sabía que el silencio autoritario es siempre peor que el ruido plural. Ninguno de ellos imaginó un poder infalible; todos temieron al poder sin contrapesos.
Hoy, sin embargo, vivimos una paradoja inquietante. Nunca hemos hablado tanto de democracia y nunca la hemos practicado con tanta ligereza. Votamos, sí, pero no siempre pensamos. Opinamos, pero rara vez deliberamos. Exigimos resultados inmediatos y olvidamos que la política es un proceso lento, ético, imperfecto. El poder se teatraliza; la reflexión se margina.
La escena parece salida del realismo mágico: líderes que se creen indispensables, discursos que prometen redención, instituciones que existen más en el papel que en la práctica. Y ciudadanos que, cansados, aceptan el relato porque pensar duele más que creer. Pero ningún país se sostiene sobre la fe ciega. Se sostiene sobre ciudadanos críticos y sobre instituciones que no se arrodillan.
La pregunta vuelve, inevitable, como eco incómodo: ¿en qué manos están hoy los países?, ¿en qué manos está el nuestro? No solo en las del Ejecutivo, sino en las de cada legislador que calla, cada juez que titubea, cada ciudadano que renuncia a exigir. El deterioro democrático no suele ser un golpe; es una suma de omisiones.
Por eso, en este viernes literario, volver a los libros no es nostalgia, es resistencia. La República, de Platón, como una advertencia contra la política sin conocimiento. La Política, de Aristóteles, como una lección permanente de ética pública. El espíritu de las leyes, de Montesquieu, para recordar que dividir el poder es defender la libertad. Los Dos tratados sobre el gobierno civil, de John Locke, para comprender que el poder legítimo nace del consentimiento informado. Y La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, para no sucumbir a los dogmas que prometen orden a cambio de pensamiento.
Porque, al final, la política no fracasa solo cuando gobiernan mal, sino cuando dejamos de pensar bien. Y como advertía Aristóteles, con una lucidez que atraviesa siglos: "El mayor peligro no es el mal gobierno, sino la indiferencia frente a él".
Ahí comienza —y no termina— el verdadero debate.
*_El columnista es académico y analista político, autor de los libros Un país imaginario y Tras las cortinas del poder. Escribe todos los martes y viernes, su columna, Cambio de ritmo._