Columnas

Lecciones sobre los espejos de la ideología

"La raíz del nacionalismo es el resentimiento, y el resentimiento es siempre ciego." Octavio Paz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

Durante una comida cualquiera, en una fonda de barrio donde el olor del café se mezcla con el rumor de los noticieros, escuché a un hombre decir: "Mira, ese es un fifí". La palabra salió como un disparo disfrazado de broma, una sentencia improvisada contra alguien que vestía bien, que hablaba pausado, que parecía —según la mirada del otro— ajeno al dolor de la gente común. Del otro lado de la mesa, un joven respondió sin dudar: "Y tú, un chairo más". La conversación terminó ahí, no porque faltaran ideas, sino porque sobraban prejuicios.

Aquella escena trivial reflejaba algo más profundo: la fractura moral de un país donde las palabras sustituyen al pensamiento y el resentimiento reemplaza a la razón. "Fifí" y "chairo" se convirtieron en etiquetas de una guerra invisible: la de los mexicanos contra su propio espejo.

Ambos términos, popularizados por un discurso que supo explotar el enojo social, no nacieron del análisis, sino del agravio. "Fifí" alude al privilegiado, al que no ha sufrido, al que —dicen— nunca entendió al pueblo. "Chairo", en cambio, caricaturiza al soñador que confunde la indignación con la sabiduría. Entre ambos extremos se extiende un territorio inmenso y olvidado: el de la razón.

Y es que en México ya no se debate para comprender, sino para vencer. Hemos convertido las ideas en banderas, y las banderas en muros. Palabras como neoliberal, liberal, comunista, socialista, derecha, izquierda se usan sin saber de dónde vienen ni qué significan.

El liberalismo nació para defender la libertad individual frente al poder absoluto. El neoliberalismo llevó esa idea al extremo, creyendo que el mercado, y solo el mercado, debía decidir el destino de las naciones. El comunismo propuso abolir las clases sociales a través de la propiedad común. El socialismo intentó equilibrar justicia e igualdad sin destruir la libertad. La derecha valora el orden y la tradición; la izquierda, la equidad y la transformación. Los ultras, en ambos extremos, son quienes creen que solo ellos tienen la verdad.

Todas las ideologías, cuando se vuelven dogma, terminan traicionándose. En México hemos pasado de una ortodoxia económica a otra emocional. Cambiamos los tecnócratas por los profetas, los informes fríos por los discursos encendidos. Pero en el fondo, el país sigue igual: con una economía estancada, una desigualdad que hiere y una democracia que se marchita.

Las cifras no mienten. En nuestro país, la masa salarial —es decir, lo que ganan los trabajadores— representa apenas el 25 % del Producto Interno Bruto, mientras que en las naciones de la OCDE supera el 60 %. El 10 % más rico gana cada año el doble de lo que recibe el 40 % más pobre. No se trata solo de números: es la prueba de un modelo económico que funciona para unos pocos y excluye a la mayoría.

Desde principios del siglo XXI, México tuvo una oportunidad histórica: el llamado bono demográfico. Más de seis de cada diez ciudadanos estaban en edad de trabajar. Pero esa ventana se cerró sin que se construyeran bases sólidas para el desarrollo. En menos de cinco años habrá más adultos mayores de 65 años que niños menores de 15. Una sociedad que envejece sin prosperar es como un reloj que avanza sin destino.

La debilidad del Estado es parte de este problema. Los servicios públicos —educación, salud, vivienda— siguen siendo insuficientes y desiguales. Mientras en Uruguay los ingresos fiscales equivalen al 22.6 % del PIB, en Brasil al 22.1 %, en Chile al 18.6 %, y en Colombia al 15.6 %, México recauda apenas el 12.7 %. Con tan pocos recursos, un gobierno solo puede administrar la pobreza, no erradicarla. Y cuando la redistribución se sustituye por asistencialismo, la justicia se convierte en caridad.

Esa ha sido la constante de todos los colores políticos. Los gobiernos "neoliberales" afirmaban que el mercado corregiría los excesos del Estado; los "populistas" prometieron que la moral bastaría para sustituir a la técnica. Ambos, en su ceguera, olvidaron que el desarrollo no surge de la fe ni del cálculo, sino de la responsabilidad.

El resultado es un país atrapado entre dos nostalgias: la de un pasado idealizado y la de un futuro prometido que nunca llega. Las instituciones democráticas, que en algún momento representaron el triunfo de la pluralidad, se debilitaron entre el desencanto y la manipulación. En 203 elecciones de gobernador celebradas entre 1989 y 2024, en 78 ganó la oposición. Pero en los últimos diez años, de 63 comicios, 42 fueron alternancias que terminaron igual que las anteriores: con gobiernos castigados en la siguiente elección. La democracia se volvió rutina, no convicción.

Cuando las urnas ya no bastan para sanar el desencanto, surgen los insultos como sustitutos del debate. El que no piensa como yo es "fifí"; el que me contradice, "chairo". Pero el verdadero problema no es el lenguaje, sino el sentimiento que lo inspira: un resentimiento cultivado por décadas de promesas incumplidas.

En ese terreno fértil del descontento, un discurso construido sobre el antagonismo logró dividir al país entre buenos y malos, pueblo y élite, víctimas y culpables. No hizo falta doctrina: bastó con el resentimiento. Y aunque su estrategia fue efectiva, el costo ha sido alto. Hoy, más que una nación en conflicto, somos una nación fragmentada, incapaz de reconocerse en el otro.

México necesita con urgencia una pedagogía de la reconciliación. Un espacio donde pensar vuelva a ser más valioso que gritar, donde los conceptos se expliquen antes de usarse como piedras. Ni el mercado puede sustituir al Estado, ni el Estado puede erigirse en salvador único. El equilibrio, esa palabra tan ausente del debate nacional, es el punto de partida para reconstruir la confianza.

Mientras me alejaba de aquella fonda, la voz del hombre aún resonaba en mi memoria: "Mira, ese es un fifí". Y pensé que, tal vez, lo que el país necesita no son más bandos, sino más espejos. Porque detrás de cada palabra que divide, hay un reflejo que nos interpela. Y quizá la lección más importante no sea elegir entre ideologías, sino aprender a mirarnos —de una vez por todas— sin odio, sin etiquetas y sin miedo.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente inicio de semana lector@s.

*_El autor es, escritor, académico y analista político,
Sus libros más recientes son:
Un país imaginario y Tras las cortinas del poder._