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El cartel de las grúas

En Tijuana, la corrupción entre concesionarios de grúas y elementos de Tránsito no es una sospecha, es un sistema.

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

09/09/2025 18:12 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 09/09/2025

"Nada destruye más la fe en la democracia que la injusticia cotidiana."_

Por Isidro Aguado Santactuz

En Tijuana, la corrupción entre concesionarios de grúas y elementos de Tránsito no es una sospecha, es un sistema. No se trata de un caso aislado ni de un par de manzanas podridas: es una práctica recurrente, normalizada y bien aceitada, donde cada auto que toca una grúa se convierte en un botín compartido. Ciudadanos, transportistas y hasta ex trabajadores de corralones han denunciado lo mismo una y otra vez: oficiales que "atoran" vehículos con pretextos mínimos, grúas que aparecen de inmediato, cobros ilegales en corralones, desaparición de autos y venta clandestina de autopartes.

De acuerdo con fuentes internas, cada oficial de tránsito recibe entre 450 y 600 pesos por vehículo remitido al corralón. La cuota varía según la zona y la facilidad del enganche. Si un agente logra remitir al menos dos autos en un turno, puede llevarse más de mil pesos extras en un solo día. Semanalmente, esos ingresos paralelos oscilan entre 5,000 y 7,000 pesos, muy por encima de su salario base. Ese incentivo es lo que convierte la aplicación del reglamento en una cacería: no importa si el conductor está presente, si la falta no amerita arrastre o si el vehículo podía retirarse con una simple multa. Lo que importa es la comisión inmediata, el dinero fresco, el pago bajo la mesa.

El reglamento, sin embargo, no deja lugar a dudas. El artículo 110 establece que si el conductor está presente y retira el vehículo, no procede el remolque. Incluso si la grúa ya llegó, el arrastre se suspende si el conductor aparece antes de que inicien las maniobras. Solo en supuestos específicos, como guarniciones rojas, vehículos abandonados o conductores en estado de ebriedad, el auto puede ir al corralón pese a la presencia del propietario. Lo mismo dice el artículo 26 respecto a quienes no portan licencia: si hay un acompañante con licencia, el auto no debe ser remitido. Pero en la práctica, la norma se retuerce para que el negocio siga fluyendo.

Los testimonios de afectados se repiten con precisión: seis mil pesos en efectivo para "agilizar" la liberación; trabas interminables con documentos cuando no hay dinero; autos que nunca se registran en el sistema y terminan desmantelados; amenazas a trabajadores de grúas que se niegan a participar. La Asociación de Yonkeros ha denunciado desde hace más de una década que esos corralones se convierten en deshuesaderos clandestinos, competencia desleal para quienes sí pagan impuestos y operan legalmente. Y mientras tanto, la autoridad municipal suele responder que "no hay quejas".

La realidad es que sí las hay. Existen denuncias en Sindicatura Municipal por abusos, daños y extravíos. Pero rara vez se llega al fondo, rara vez se sanciona a un concesionario o a un oficial. Lo que debería ser un procedimiento administrativo transparente se convierte en un secuestro de facto del patrimonio de los ciudadanos.

El ciudadano no está indefenso. La Constitución y la normativa municipal lo respaldan. Tiene derecho a grabar la actuación de los servidores públicos en la vía pública; tiene derecho a pedir que el oficial funde y motive el motivo del arrastre; tiene derecho a acudir a la Sindicatura del Ayuntamiento y dejar constancia formal del abuso. El problema es que la mayoría no lo hace: por miedo, por desinformación o por la idea de que "no sirve de nada". Esa omisión es el alimento de la corrupción.

Pero sería ingenuo no señalar lo evidente: un agente de tránsito en Tijuana recibe un salario base que apenas cubre la subsistencia en una de las ciudades más caras de México. Esa precariedad abre la puerta al soborno. No es justificación, pero sí es un factor que explica por qué el uniforme se convierte en instrumento de extorsión. Se necesita profesionalización y un ingreso digno que cierre la válvula de la tentación. No hay estrategia anticorrupción seria si no se empieza por ahí.

La corrupción en los corralones es un cáncer difícil de erradicar, y como todo cáncer, empieza en células pequeñas pero termina invadiendo todo el organismo. Lo vemos en las calles con oficiales y grúas, lo vemos en oficinas donde se archivan las quejas, lo vemos en representantes que, con discursos de legalidad, permiten que la podredumbre siga avanzando. Es un mal que se extiende cuando la ciudadanía se acostumbra y baja la cabeza, cuando se paga por debajo de la mesa para "no dar vueltas", cuando se piensa que así funciona todo.

En realidad, no debería funcionar así. La ley existe para todos y debe cumplirse para todos. El ciudadano tiene obligaciones, pero también derechos; el policía tiene deberes, pero también límites; y la autoridad tiene la responsabilidad de garantizar que el sistema no se convierta en botín. Cada vez que un auto se engancha ilegalmente a una grúa, no solo se arrastra un vehículo: se arrastra la confianza, la dignidad y el sentido de justicia de toda una ciudad.

El dilema es claro: o seguimos aceptando el negocio disfrazado de reglamento, o decidimos enfrentarlo con evidencia, con denuncias y con exigencia ciudadana. La corrupción no es una anécdota urbana ni un mal menor: es un crimen que nos empobrece a todos y que degrada lo público. Y en Tijuana, como en tantas otras ciudades del país, ya no hay espacio para callar.

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