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Herederos del caos

Era el año de 1982 cuando México, agotado por la crisis de la deuda y las ilusiones de un progreso importado, decidió abrir sus puertas al mundo. Se nos prometió modernidad, abundancia y movilidad social.

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

11/11/2025 14:41 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 11/11/2025

_"Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo, pero su tarea quizá sea mayor: impedir que el mundo se deshaga."_
— Albert Camus

Por Isidro Aguado Dantacruz

Era el año de 1982 cuando México, agotado por la crisis de la deuda y las ilusiones de un progreso importado, decidió abrir sus puertas al mundo. Se nos prometió modernidad, abundancia y movilidad social. A cambio, se nos pidió paciencia y sacrificio. Cuatro décadas después, la promesa sigue pendiente. En los barrios donde la esperanza debería brotar, florece la frustración. En las avenidas digitales donde antes se soñaba con libertad, ahora se navega entre la apatía, la desconfianza y la rabia.

Hoy, los jóvenes nacidos entre 1997 y 2010 —la llamada Generación Z— han heredado un país cansado de escuchar la misma canción: la de la corrupción, la desigualdad y la impunidad. No son culpables de ese cansancio; son sus herederos. Crecieron viendo a sus padres trabajar sin poder comprar una casa, estudiar sin conseguir empleo, votar sin ver cambios. Heredaron, sin quererlo, una nación donde el mérito pesa menos que el apellido, donde la educación ya no garantiza movilidad, y donde el futuro parece una casa sin techo.

Pero a diferencia de quienes los precedieron, esta generación no se queda callada. Han tomado las calles, las redes, los muros y las plazas. Dicen estar hartos. Hartos del abuso, del cinismo, de los rostros que no cambian aunque cambien los partidos. Y eso, en esencia, no es malo. Es admirable. Que una generación quiera alzar la voz y cuestionar lo establecido debería celebrarse. Ojalá fuéramos más los que nos atreviéramos a hacerlo.

El problema no es el grito, sino quién se esconde detrás del megáfono. Un amigo me contaba hace unos días que la "Marcha Real" de los jóvenes fue el 8 de noviembre, espontánea, genuina, sin colores partidistas. Pero que la del día 15 —la que más ruido ha hecho— fue convocada y financiada, en parte, por los mismos de siempre: PRI, PAN, y algunos oportunistas de Movimiento Ciudadano. Incluso grupos cercanos a Ricardo Salinas Pliego se han sumado a la causa, no por convicción, sino por conveniencia. Quieren canalizar la rabia juvenil como un combustible político. Usan la rebeldía ajena para encubrir sus propios intereses.

Y aquí surge la pregunta que incomoda: ¿cuántos de estos jóvenes saben realmente por qué marchan? ¿Cuántos comprenden la magnitud de lo que exigen o los hilos que mueven sus pancartas? No se trata de menospreciarlos, sino de advertirles: no todo lo que brilla en redes es revolución. La indignación es un fuego sagrado, pero cuando no se alimenta de reflexión, puede convertirse en incendio.

Según el INEGI, el 31% de los jóvenes entre 12 y 29 años vive en condiciones de pobreza: 11.8 millones de personas. De ellos, 2.1 millones viven en pobreza extrema. Cifras que deberían estremecernos a todos. Mientras tanto, el 67% de quienes trabajan lo hacen en la informalidad, sin derechos, sin seguridad, sin futuro. Es una generación que se forma en universidades, pero sobrevive en la precariedad. Que estudia en línea, pero no puede rentar un cuarto sin compartirlo. Que produce contenido digital, pero no cotiza en el seguro social. Una generación sin techo, literalmente y simbólicamente.

Sin embargo, entre la desesperanza y el desencanto, muchos prefieren el ruido al análisis. Algunos de ellos marchan con banderas inspiradas en el anime One Piece, emulando a los piratas del sombrero de paja que se rebelan contra los imperios del mar. Pero, ¿habrán visto realmente todos los capítulos? ¿Comprenderán que el viaje de Luffy no es una invitación al caos, sino una parábola sobre la lealtad, la justicia y la búsqueda de libertad con propósito? Copiar símbolos sin entender su esencia es otra forma de superficialidad. Es convertir la rebeldía en moda, y la protesta en espectáculo.

Lo mismo ocurrió hace poco en Nepal, cuando una ola de jóvenes —también autodenominados "Generación Z"— incendió edificios gubernamentales después de que su gobierno cancelara las redes sociales. Lo que empezó como una protesta por la censura terminó en violencia generalizada: quemaron el Parlamento, destruyeron la sede del Partido Comunista, abrieron cárceles, asesinaron a políticos y hasta propusieron, en una plataforma de videojuegos, una primera ministra interina. Una anarquía digital sin brújula ni ética. Al final, aquellos jóvenes que pedían libertad terminaron exigiendo el regreso de la monarquía que los oprimió durante siglos.

México no es Nepal, pero los riesgos son parecidos. Cuando la indignación no se acompaña de educación política, los gritos se los lleva el viento o los aprovechan los oportunistas. Quienes hoy marchan deben preguntarse si su causa es realmente suya, o si es prestada por quienes ven en su enojo una oportunidad de poder.

La llamada Generación Z fue nombrada por dos investigadores de Yale que clasificaron a las personas según la década de su nacimiento, como si la historia fuera un horóscopo. Según ellos, esta generación sería "conformista y preocupada por su salud mental". Pero ninguna generación puede definirse por su fecha de nacimiento, sino por sus experiencias colectivas. Y la experiencia mexicana es singular: vivimos en un país que envejece laboralmente, donde los jóvenes son el músculo, pero no la voz; la energía, pero no la decisión.

Y sí, entiendo su rabia. Entiendo su hartazgo. Porque si hablamos de generaciones, hay que decirlo con todas sus letras: las malas decisiones del pasado, tomadas por los baby boomers, la generación X y los millennials —cada uno desde su tiempo y su circunstancia— nos han dejado un país en precariedad. Las promesas de desarrollo se diluyeron entre crisis, privatizaciones y corrupción. No hemos crecido económicamente como deberíamos; seguimos atrapados en un modelo que privilegia la acumulación sobre la justicia social, el capital sobre la dignidad. Los jóvenes de hoy no heredan un país en expansión, sino un terreno lleno de ruinas y deudas.

Por eso, más allá del enojo y la consigna, el desafío es otro: pensar, organizarse, construir. No basta con protestar, hay que transformar. No basta con indignarse, hay que proponer. No basta con alzar la voz, hay que escuchar la historia y aprender de ella. La indiferencia también es una forma de pobreza, pero la rabia sin rumbo es su gemela.

México necesita a sus jóvenes. Los necesita críticos, pero también informados. Rebeldes, pero con propósito. No queremos una generación sin techo, ni una generación incendiada por el odio ajeno. Queremos una generación que construya el suyo propio, con ideas, con ética y con amor por su país.

Porque el futuro no se hereda: se conquista. Y solo los que piensan antes de marchar, los que leen antes de gritar, los que aman antes de odiar, son capaces de conquistarlo.

* _El Columnista es académico y analista político, autor de: Un país imaginario y Tras las cortinas del poder.
Escribe todos los martes y jueves, su columna, Cambio de ritmo._