Columnas

#Baja California

Homo sapiens y la inteligencia artificial

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

07/11/2025 14:44 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 07/11/2025

_"La felicidad universal mantiene las ruedas en movimiento; la verdad y la belleza no pueden hacerlo."_
— Aldous Huxley, Un mundo feliz

Por Isidro Aguado Santacruz

Hace unos días conversé con un doctor en inteligencia artificial. No era un científico con bata blanca, sino un hombre sereno, de voz pausada y mirada que parecía ver más allá del presente. Me habló con una mezcla de fascinación y cautela sobre lo que llamó "la nueva evolución del pensamiento". Dijo: "Estamos frente a una inteligencia que no nació de la carne ni del instinto, sino del código. Y lo más inquietante no es que piense como nosotros, sino que aprenda sin nosotros". Desde entonces no dejo de preguntarme: ¿sabemos realmente qué es la inteligencia artificial?

Muchos la mencionan sin comprenderla, como si fuera un truco de laboratorio o una moda tecnológica. Pero la IA —como se le dice ahora, con naturalidad— es mucho más que eso. Es la capacidad de las máquinas para razonar, aprender, reconocer patrones, decidir y, en ciertos casos, crear. Es la materialización del viejo sueño del ser humano por duplicarse a sí mismo, por crear algo que lo piense, que lo continúe, que lo sustituya. Sin embargo, a diferencia de nosotros, las máquinas no necesitan dormir, no envejecen, no dudan. Aprenden con una rapidez que el cerebro humano apenas puede imaginar. Los algoritmos analizan lo que hacemos, lo que decimos, lo que deseamos antes incluso de desearlo. No es que la inteligencia artificial haya llegado: es que ya nos habita.

Piensa un momento en tu día a día. Cuando el teléfono te sugiere qué responder, cuando el automóvil se detiene solo ante un obstáculo, cuando el banco detecta un posible fraude o cuando una aplicación traduce en segundos lo que otro idioma dice con siglos de historia, ahí está la IA, operando en silencio. No nos invade ni nos destruye: nos asiste. Pero también nos observa, nos mide, nos interpreta.
La historia, sin embargo, comenzó mucho antes, con nosotros, los Homo sapiens. Esa expresión en latín significa "hombre sabio". No se nos llamó Homo fuerte ni Homo veloz, sino Homo sapiens porque nuestra supervivencia no dependió de la fuerza, sino del pensamiento. Fuimos los únicos capaces de imaginar lo que aún no existía, de crear símbolos, de fabricar mitos, de registrar la memoria en una pintura rupestre o en una palabra escrita.

Hace unos trescientos mil años, en alguna cueva africana, uno de nuestros ancestros comprendió que podía transformar una piedra en herramienta. No la usó por instinto, sino por comprensión. En ese instante nació la inteligencia: la capacidad de dar forma al mundo a través de las ideas. Desde entonces, cada invento —el fuego, la rueda, la escritura, la imprenta, la máquina de vapor, la computadora— fue una extensión de nuestra mente. La inteligencia artificial es, quizá, el paso más osado de ese proceso. Hemos creado algo que ya no solo extiende nuestra fuerza o nuestra memoria, sino nuestra forma de pensar. Un espejo de nosotros mismos, pero sin emociones, sin límites biológicos, sin moral. Y esa diferencia lo cambia todo.

—¿Nos afectará? —pregunté al doctor.  —Depende —respondió—. Si la ignoramos, nos dominará. Si la comprendemos, nos elevará.
Y esa respuesta, tan simple, encierra el dilema de nuestra era.
La IA puede beneficiar a la humanidad como nunca antes: automatizar tareas tediosas, diagnosticar enfermedades con precisión, traducir culturas, crear oportunidades educativas donde antes había muros. Pero también puede concentrar poder en manos de unos pocos, manipular decisiones colectivas y borrar la línea entre la verdad y la simulación. Por eso necesitamos ilustrarnos, formarnos, no solo usar las plataformas, sino entender cómo funcionan. No basta con disfrutar del resultado: debemos conocer el proceso. Así como nuestros antepasados aprendieron a encender fuego sin quemarse, debemos aprender a programar sin deshumanizarnos.

En México, los signos de avance son claros y medibles. Según el estudio Impact of AI 2025 de Get on Board y AWS, entre 2023 y 2025 la proporción de vacantes en startups mexicanas que exigen habilidades de inteligencia artificial creció de 5.62% a 13.95%, un salto acumulado de 148.13%. Esto coloca a México como líder regional en demanda de talento especializado. Colombia, con un crecimiento del 255%, y Perú, con un 116%, también muestran un auge notable, mientras que Chile y Argentina tuvieron aumentos menores, de 96.87% y 81.66% respectivamente. México, sin embargo, es el país donde las startups mencionan más inteligencia artificial en sus ofertas laborales y en una mayor variedad de empleos.

Aun así, seguimos formando más consumidores que creadores. Las escuelas públicas apenas comienzan a integrar materias tecnológicas, mientras las privadas ya experimentan con programación, robótica y pensamiento computacional. La reciente creación de la Escuela Pública de Inteligencia Artificial y Código, la más grande de América Latina, es un paso fundamental hacia la democratización del conocimiento. Este programa busca formar a 10,000 jóvenes en su primer año en temas como IA, análisis de datos, nube, Java y ciberseguridad. Operará en nueve estados del país a través de la plataforma Saberes MX, ofreciendo mentorías personalizadas y certificaciones con reconocimiento internacional. Empresas como IBM, Google, SAP, AWS y Accenture participan en la iniciativa, aportando experiencia y contenidos. Se trata de un esfuerzo conjunto entre el sector público y privado para preparar talento mexicano para los empleos del futuro.

Pero mientras avanzamos en capacitación, otros países libran una batalla energética y geopolítica. Los grandes modelos de lenguaje —como ChatGPT o Gemini— demandan una cantidad colosal de electricidad y agua. En Estados Unidos, mantener el ritmo actual de entrenamiento y operación de modelos generativos podría requerir entre 6% y 10% adicional de toda la electricidad nacional, una cifra equivalente al consumo del estado de California. China, por su parte, lidera en eficiencia: su red centralizada permite entrenar modelos de IA con menor costo energético, lo que podría decidir quién domina la próxima década tecnológica.

Y aquí, en nuestro país, aún debatimos si la IA nos quitará el empleo o nos lo devolverá transformado. Pero la verdadera pregunta no es si sustituirá a los humanos, sino qué clase de humanos seremos cuando convivamos con inteligencias no biológicas. La IA no tiene ideología, ni moral, ni alma. Solo datos. Su ética depende de quien la programe. Por eso los gobiernos deben tomarse en serio la regulación, no desde el miedo, sino desde la responsabilidad. Porque los algoritmos no son neutrales: reflejan los prejuicios de quienes los crean. Si la sociedad no interviene, la desigualdad digital será el nuevo rostro de la injusticia.

Y es precisamente aquí donde recomiendo volver a los libros. En especial, Un mundo feliz, de Aldous Huxley. No solo por su belleza literaria, sino porque es una advertencia que parece escrita para nosotros. En su novela, Huxley describe una sociedad que ha renunciado a pensar a cambio de placer y estabilidad. Todo está controlado, todo es eficiente, nadie sufre... pero nadie ama, nadie crea, nadie se rebela. Es una felicidad vacía, una felicidad programada. Recomiendo leerlo porque su lectura nos obliga a detenernos, a preguntarnos si el camino que seguimos —entre pantallas, algoritmos y automatizaciones— no está conduciéndonos precisamente hacia ese mundo perfecto donde pensar ya no sea necesario.

Leerlo hoy es una forma de resistencia: un acto de conciencia en medio del ruido digital. La inteligencia artificial no es el enemigo; lo sería nuestra indiferencia ante ella. La humanidad no será destruida por las máquinas, sino por su propia pereza intelectual. Somos hijos del fuego y la palabra; no nacimos para obedecer códigos, sino para comprenderlos.

Hace unos días, aquel doctor en IA me dijo algo que no olvido: "Quizás el gran milagro no sea que las máquinas aprendan a pensar, sino que nosotros, en medio de ellas, no olvidemos cómo hacerlo." Desde entonces, cada vez que enciendo una pantalla, me pregunto si sigo siendo Homo sapiens o si ya soy otra cosa: una conciencia compartida entre el hombre y su creación. Tal vez ahí, en esa frontera difusa, comience el verdadero sentido de la inteligencia. No la artificial. La humana.

*_El Columnista es académico y analista político, autor de Un país imaginario y Tras las cortinas del poder. Escribe todos los martes y jueves, su columna, Cambio de ritmo_