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La criatura que nos mira desde dentro

"Y así el corazón se romperá, pero, aunque roto, seguirá viviendo" Lord Byron

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

14/11/2025 12:51 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 14/11/2025

Desde que la humanidad comenzó a narrarse a sí misma —esa larga marcha entre luces y sombras— siempre ha existido una preocupación persistente: el miedo a lo que somos capaces de crear y, más aún, a lo que nuestras creaciones revelan sobre nosotros mismos. Desde los antiguos mitos mesopotámicos, donde los dioses modelaron al hombre con arcilla y capricho, hasta las parábolas medievales que advertían sobre los alquimistas que desafiaban el orden divino, cada civilización ha imaginado el instante en que la obra supera al artesano y lo confronta con su reflejo más incómodo.

Hoy, en este día gris de lluvia que invita a la introspección, te comparto esta columna que escribo con el ánimo de abrir una conversación íntima y pública a la vez. Y aprovecho, como ejemplo de sensibilidad artística, la obra cinematográfica más reciente de Guillermo del Toro.

Y como recomendación para quienes desean profundizar en la condición humana desde una mirada filosófica, existencial y profundamente literaria, propongo La insoportable levedad del ser. Recomiendo esta lectura porque, al igual que la película de del Toro, nos invita a explorar las contradicciones del espíritu, la fragilidad moral, las decisiones que pesan y aquellas que se evaporan, la culpa que arrastramos y la búsqueda íntima de perdón y reconciliación. Es una obra que desnuda el alma humana y la obliga a mirarse sin disfraces, justo como lo hace la criatura frente a su creador.

Hace poco revisité esta joya de cine que del Toro nos entrega: una reinterpretación del mito que, hace siglos, una joven autora concibió como advertencia y como espejo. Frankenstein ha sido contado muchas veces; sin embargo, en esta versión, la criatura y su creador no son espectáculos de horror, sino metáforas de nuestra fragilidad emocional. He visto, en esta obra luminosa y sombría a la vez, a un creador que pierde el control de lo que hace —y también de sí mismo— por no comprender que cada gesto creativo requiere responsabilidad, límites y empatía.

De alguna u otra forma, el cineasta mexicano lleva toda su vida dialogando con esa historia primigenia: El laberinto del fauno, La forma del agua y Pinocho ya nos insinuaban que la monstruosidad no surge de cuerpos deformes, sino de corazones endurecidos. Pero ahora, el horror cede su lugar a lo humano; la oscuridad, a la ternura.

La reinterpretación de este mito no es una denuncia contra la ciencia, como lo fue en el siglo XIX, sino una meditación sobre la culpa, la aceptación y la redención. Lo que antes representaba temor a la creación hoy se transforma en un espejo íntimo donde cada espectador puede ver su propia alma dividida. Y aunque las críticas internacionales han elogiado esta mirada compasiva —hablando de emoción, de vulnerabilidad, de una poesía visual que pide ser vista—, lo verdaderamente relevante es el giro moral: no se busca castigar al monstruo, sino reconciliar al creador consigo mismo.

La historia sigue su curso conocido: un hombre dominado por la ambición logra insuflar vida a un cuerpo hecho de fragmentos. Pero en esta versión, el científico ya no es un villano enloquecido por el poder, sino un ser desgarrado que deposita en su criatura todas las partes que no soporta mirar en sí mismo. El ser que despierta en la mesa no es una aberración, sino el alma desnuda de su artesano: la vulnerabilidad que se intenta ocultar, la herida que se evade, la sombra que exige atención.
Ambos encarnan la dualidad de la condición humana: orgullo y fragilidad, razonamiento frío y deseo de pertenencia. La criatura representa aquello que reprimimos: el miedo, la tristeza, la imperfección. Rechazarlo es rechazarse. Destruirlo es autodestruirse.

El simbolismo se hace carne en una de las escenas más potentes: el creador levanta a su criatura sobre una cruz. No como acto de redención, sino como declaración de soberbia. En ese instante, el hombre aspira a ser dios y termina convertido en verdugo. Frente a él, una figura evocadora de Medusa lo observa, recordándole que quien mira la verdad sin preparación puede quedar petrificado por su propia imagen. Entre ambos símbolos —la cruz del sacrificio y la mirada del castigo— la historia encuentra su eje: nadie escapa de sí mismo.

Sin embargo, donde esta obra alcanza su mayor profundidad es en la relación emocional entre las dos mitades de un mismo ser. Más que una tragedia científica, es un drama de filiación: padre e hijo, amo y siervo, ego y sombra. Ambos claman por aceptación. Lo que la criatura exige no es venganza, sino amor; no exige violencia, sino reconocimiento. Pero la negación constante transforma la inocencia en resentimiento, como suele ocurrir también en la vida real cuando excluimos aquello que tememos comprender.

Y es precisamente en esa relación de padre e hijo donde emerge una de las reflexiones más poderosas: la responsabilidad. Ser padre —biológico, simbólico o creador— implica responder por aquello que se trae al mundo, hacerse cargo de su fragilidad, de sus demandas y de sus errores. La criatura no solo reclama afecto: exige que el padre asuma las consecuencias de su acto creador. Es un recordatorio doloroso pero necesario de que la paternidad no se limita a engendrar, sino a acompañar, sostener y aceptar. Cuando el creador evade esa responsabilidad, no solo abandona a su hijo: se abandona a sí mismo.

El perdón aparece entonces como un acto de integración personal. No es olvido; es admitir la herida para dejar de vivir esclavizado por ella. Cuando el ser creado perdona al hombre que lo rechazó, y cuando este finalmente comprende que su monstruo es él mismo, el ciclo se rompe. La violencia cede. La humanidad renace.

El momento es filmado como una revelación: la dignidad humana radica no en la perfección, sino en la capacidad de abrazar lo roto, lo incompleto, lo irregular. Aceptar la propia sombra es aceptar la totalidad del ser.

La película, por ello, deja de ser un cuento gótico para convertirse en un ensayo visual sobre la responsabilidad emocional. No es el fuego lo que purifica al monstruo, sino la mirada compasiva que descubre en él un reflejo. No se trata de destruir lo desconocido, sino de tenderle la mano.
Guillermo del Toro nos invita a enfrentar lo que evitamos ver: nuestra criatura interior, hecha de errores acumulados, miedos arrinconados y deseos incomprendidos. En el fondo, todos somos el creador que intenta huir de su responsabilidad y la criatura que suplica ser aceptada. Tal vez el verdadero acto creativo sea aprender a convivir con aquello que somos, con aquello que hemos hecho y con aquello que nos duele admitir.
El perdón —ese gesto silencioso que solemos subestimar— se convierte aquí en la revolución más profunda. Es mirar al monstruo sin temblar, reconocer la herida y decirle: aún así, te quiero.

Este fin de semana de lluvia, bien abrigado y quizá con una taza caliente entre las manos, agrega esta película a tu lista. No verás un relato de terror, sino una lección sobre lo que significa ser humano. Y quizá, mientras la lluvia golpea la ventana, descubras que también tú llevas dentro una criatura que solo pide una cosa: ser vista.

Y, como detalle para esta comunidad lectora, te comparto el enlace en PDF de la novela recomendada, con autorización de este medio:
La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera:  https://www.suneo.mx/literatura/subidas/Milan%20Kundera%20La%20Insoportable%20Levedad%20del%20Ser.pdf

El Columnista es académico y analista político, autor de los libros Un país imaginario y Tras las cortinas del poder. Escribe todos los martes y viernes, su columna, Cambio de ritmo.