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La Humanidad programada

Isidro Aguado Santacruz
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por Isidro Aguado Santacruz

31/10/2025 15:45 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 31/10/2025

_"Fuimos nosotros quienes escribimos el código, pero olvidamos que todo código termina por escribirnos."_

Por Isidro Aguado Santacruz

Vivimos en una época en la que el alma se mide en porcentajes de batería y la atención se negocia al precio de una notificación. Las manos ya no descansan; se deslizan sobre una pantalla que nos acaricia y nos domina. Tres minutos sin el teléfono parecen una eternidad; el pulso se inquieta, el pensamiento se nubla, y sentimos que el mundo se nos escapa si no estamos conectados.

El siglo XXI no empezó con guerras ni revoluciones, sino con la invención de un espejo luminoso: el smartphone. Desde entonces, las redes sociales nos prometieron comunidad, pero nos entregaron soledad con filtros. En su origen, nacieron para acercarnos; hoy nos observan, nos catalogan y nos dirigen como si fuéramos parte de un experimento sin consentimiento.

Los nuevos ídolos no llevan corona ni sotana, sino una cámara y un micrófono. Se autoproclaman "influencers", aunque influir en alguien, verdaderamente, requiere más que coreografías y frases huecas. Requiere pensamiento. Y el pensamiento, como el amor, no se fabrica en serie.

En México, el 92% de las personas mayores de doce años usa un teléfono inteligente, y cada una pasa, en promedio, nueve horas al día frente a una pantalla. El 84% de los jóvenes reconoce que revisa su celular antes de dormir y justo al despertar. ¿Qué pasaría si, un día, las redes sociales desaparecieran?
Muchos volverían al anonimato, al silencio del yo sin "me gusta", al espejo sin rostro público. Se revelaría, entonces, una verdad que evitamos mirar: nos hemos vuelto incapaces de existir sin ser vistos.

El 2020 fue el año en que la humanidad se encerró y se conectó. La pandemia no solo propagó un virus biológico, sino uno digital. Nos hizo dependientes de lo virtual, aceleró una transformación que ya estaba en marcha: la del pensamiento humano en dato. Entre 2020 y 2023, el tráfico mundial de internet se duplicó, y más del 60% de la población global comenzó a usar redes sociales de forma cotidiana. En América Latina, la digitalización avanzó veinte años en solo dos.

En esa transición nació otro actor, discreto y poderoso: la inteligencia artificial. ChatGPT, algoritmos, modelos de lenguaje... nombres que suenan a promesa y amenaza al mismo tiempo. Hoy, muchos políticos, académicos y escritores delegan su voz a una máquina. Le piden: "Escríbeme esto". Y ella obedece. Pero en esa obediencia se esconde la muerte lenta del pensamiento crítico. Lo cómodo reemplaza lo creativo. La reflexión cede su trono al resultado inmediato.

No se trata de rechazar la tecnología, sino de recordarnos que pensar aún es un acto humano. La inteligencia artificial no nos esclaviza; somos nosotros quienes, por pereza, le cedemos el alma.

¿Seremos esclavos de nuestra propia creación?
La historia sugiere que sí. Desde el mito de Prometeo hasta los autómatas del siglo XX, el ser humano ha jugado a ser dios. Fabricó máquinas para liberarse del esfuerzo, y ahora trabaja para alimentarlas. Cada notificación es un pequeño látigo digital. Cada algoritmo, un amo invisible.

Creemos ser más libres que nunca, pero vivimos bajo un régimen que explota la ilusión de la libertad. No es la dictadura de la prohibición, sino la del rendimiento. Ya no hay cárceles de hierro, sino de metas. Nos decimos emprendedores de nosotros mismos, pero en realidad somos trabajadores sin horario, explotándonos con una sonrisa.

Ese agotamiento tiene nombre: burnout. Según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada cuatro trabajadores en el mundo sufre síntomas de agotamiento extremo derivados de la autoexplotación digital. Es el nuevo látigo que el esclavo levanta contra su propia espalda creyendo que se libera. La autoexplotación es más eficaz que la tiranía, porque lleva la máscara del entusiasmo.

No, no estoy en contra de los teléfonos ni de la digitalización. Sería absurdo. El problema no es el instrumento, sino el uso. El teléfono debía ser nuestra herramienta, pero es él quien ahora nos usa. Nos programa el sueño, la atención, el deseo. Nos dicta qué amar, qué odiar y cuándo reaccionar.

Y cuando alguien opina distinto, lo declaramos enemigo.
La empatía, esa virtud que nos hacía humanos, se ha vuelto incómoda. El neoliberalismo —esa religión sin templo— ha llenado el mundo de ganadores solitarios y perdedores invisibles. Hemos perdido el amor al prójimo y lo hemos sustituido por la necesidad de tener razón.

Las máquinas no son nuevas. En los años cuarenta, aquellos enormes roperos de metal llamados computadoras ya prometían un futuro de inteligencia mecánica. La ciencia ficción los imaginó parlantes, sensibles, peligrosos. Hoy los tenemos en el bolsillo, y obedecen órdenes con una precisión que da miedo. Lo que parecía una utopía tecnológica terminó siendo un espejo moral.

Los robots ya no son de acero ni tienen ruedas: son invisibles, están en los algoritmos que deciden qué ves, qué compras, a quién crees. Son ellos quienes moldean la opinión pública más que cualquier político. Y aunque prometen eficiencia, arrastran una amenaza silenciosa: la sustitución humana.

Basta ir al supermercado y ver las cajas automáticas. Un cajero menos. Un empleo menos. Según la OIT, 14 millones de empleos en el mundo podrían desaparecer en los próximos cinco años por la automatización. No se trata de oponerse al progreso, sino de preguntar: ¿quién está pensando las políticas para adaptarnos a este cambio? ¿Quién diseña un futuro en el que la tecnología no excluya, sino libere? Nadie. Y mientras tanto, nos deslizamos hacia un abismo de automatización sin alma.

Hay quienes comparan la inteligencia artificial con la imprenta o la radio, como si solo copiara nuestras ideas. Pero no. Esta vez, la creación ha aprendido a imaginar por sí misma. No solo reproduce el pensamiento humano: lo reemplaza.

El riesgo no es que la IA se vuelva malvada, sino que se vuelva indiferente. Que nos considere irrelevantes. Al fin y al cabo, ¿por qué una creación con poder infinito necesitaría a su creador?

Te recomiendo leer Nexus, una obra que desnuda la ingenuidad de nuestra fe tecnológica. Su autor sostiene que la información no nos acerca a la verdad, sino que teje vínculos, ficciones, ilusiones. Las redes no unen, sino que sincronizan voluntades. Y la ignorancia —decía alguien— puede ser una forma de fuerza.

Porque la información no garantiza sabiduría. En este océano de datos, la humanidad se ahoga de conocimiento, pero muere de comprensión.

El futuro, como toda creación humana, está por definirse. Si usamos la inteligencia artificial para servir a la vida y no al mercado, quizá logremos un mundo más justo. Pero si seguimos creyendo que pensar es una tarea que puede delegarse, pronto descubriremos que las máquinas no nos sustituyeron: simplemente ocuparon el lugar que dejamos vacío.

Y ese será el día en que los hombres, cansados de mirarse en el espejo digital, comprenderán que nunca fue el teléfono quien los observaba.
Fueron ellos mismos, adorando su reflejo en la pantalla, mientras el alma se les apagaba, lentamente, como una batería al final del día.

*_El columnista es analista político y autor de los libros Tras las cortinas del poder y Un país imaginario_