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La otra patria

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

25/11/2025 09:41 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 25/11/2025

La inseguridad es la plaga que acompaña a las sociedades que han perdido sus redes de confianza." — Zygmunt Bauman

Por Isidro Aguado Santacruz

La tarde cayó con una puntualidad incómoda. El cambio de horario adelantó la sombra y, para evitar caminar bajo ese cielo que ya no oscurece, sino advierte, pedí un auto de plataforma digital. Subí, saludé, el conductor confirmó mi destino y avanzó por calles donde los postes parecían más actos de resistencia que de iluminación.

No tardó en romper el silencio:
—Hay colonias donde ya no entramos —dijo con una calma aprendida—. No es miedo, es estadística. Cada semana asaltan a alguno de los que manejamos en la plataforma. Nos organizamos en grupos de WhatsApp para avisarnos por dónde no pasar, porque entre policía municipal, estatal, seguridad ciudadana, fuerza estatal, Guardia Nacional... nadie te dice quién tendría que llegar cuando algo pasa. Los primeros en aparecer somos nosotros, los que no somos autoridad.

Sus palabras eran la síntesis de un país entero. En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), a través de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), 63% de la población adulta considera inseguro vivir en su ciudad, cifra mayor al 58.6% del año anterior y prácticamente igual al 63.2% del trimestre previo. La percepción es claramente distinta entre géneros: 68.2% de las mujeres se sienten inseguras, frente a 56.7% de los hombres. El futuro tampoco inspira optimismo: 34% cree que todo seguirá igual de mal y casi 24% piensa que empeorará.

A escala internacional, México carga cifras que lo colocan entre los países más violentos del mundo sin conflicto armado formal. Su tasa ronda los 25 homicidios por cada 100 mil habitantes, muy por encima de la media mundial. Las listas globales de ciudades más violentas incluyen repetidamente nombres nacionales. En Latinoamérica, junto con Brasil y Colombia, concentra buena parte de los homicidios del continente. Estamos por debajo de extremos como Honduras o Venezuela, pero por encima de naciones que han logrado estabilizar su violencia, como Chile, Uruguay o incluso Perú.

Y, paradójicamente, este mismo país recibe cerca de 45 millones de turistas al año y obtiene alrededor del 8.6% de su PIB del turismo. Millones de visitantes llegan fascinados por su diversidad, pero demasiados regresan con la sensación de haber caminado en un lugar sin garantías, donde la aventura depende del azar más que de la protección institucional.

A medida que el trayecto avanzaba por avenidas que ya intuían la noche, la conversación se volvió radiografía del territorio. La ENSU —la principal medición nacional de percepción de seguridad urbana— registra para esta ciudad una percepción cercana al 71% en 2025, un incremento respecto al inicio del año. Los datos estatales refuerzan la fotografía: Baja California superó los 121,000 delitos en un año, y esta frontera acumuló 46,707 denuncias; seis meses más tarde ya sumaba 26,361 adicionales. Entre las conductas más comunes destacan los robos en todas sus modalidades —aproximadamente 31% del total—, seguidos por lesiones, violencia familiar y homicidios. En algunos meses de 2024 se contabilizaron hasta 144 asesinatos, cifra que coloca a esta urbe entre las más letales del continente.

El conductor conocía con precisión los nombres que duelen:
—En Sánchez Taboada, Camino Verde, Lomas Taurinas, Terrazas del Valle, Natura, San Antonio de los Buenos, Granjas... ahí la patrulla es un rumor. La otra Tijuana, la del Este, vive con sus propios mapas de riesgo. Y mientras tanto, en zonas como Chapultepec, Agua Caliente, Cacho o parte de Playas, la inseguridad existe, sí, pero no respira con la misma intensidad. Es como si la ciudad hablara dos idiomas distintos: uno susurrado y otro que grita.

Las historias coinciden: colonias donde las patrullas rara vez se ven; comerciantes que pagan doble—impuestos y "cuotas" disfrazadas de protección—; mujeres que reorganizan su vida en función de iluminación y horarios; estudiantes que seleccionan rutas según reportes de violencia; turistas que regresan a sus países con relatos de extorsiones de tránsito más que con fotografías.

La estructura institucional tampoco ayuda. La policía municipal debería ser la encargada de la proximidad ciudadana, pero muchas veces se concentra en operativos vehiculares que parecen más recaudatorios que preventivos. La estatal existe para enfrentar delitos de mayor impacto, aunque sus funciones se duplican. Seguridad Ciudadana patrulla sin una doctrina clara. La fuerza estatal interviene sin delimitar su campo. La Guardia Nacional mezcla lógica militar con dinámicas civiles. Y los militares continúan en las calles, pese a haber llegado como presencia excepcional.

La multiplicidad de cuerpos no se traduce en eficiencia. En diversos países altamente seguros —Francia, Chile, Portugal, Japón— las funciones policiales están unificadas o claramente delimitadas, lo que permite mando claro y respuesta coherente. Aquí ocurre lo contrario: demasiados uniformes, demasiados mandos, demasiadas manos sobre un volante que nadie realmente conduce.

La desconfianza se expresa en cifras: en esta ciudad, solo entre 32% y 35% de la población confía en la policía municipal. El resto —seis o siete de cada diez— no lo hace. Aunque la cifra ha mejorado respecto a un año en que rondaba el 24%, continúa en niveles preocupantes. Y no es difícil entender por qué: ciudadanos relatan extorsiones que llegan a mil pesos, pretextos de infracciones inexistentes, resistencia a identificarse, molestia cuando se solicita explicación jurídica.

—Cambia el uniforme —dijo el conductor—, pero no la conducta.

Los efectos sociales de este fenómeno son profundos. Según la ENSU:
71.7% evita cajeros,
64.9% evita el transporte público,
64.4% evita caminar por la calle,
57.1% evita viajar por carretera.

Y mientras avanzábamos hacia mi destino, pensé en lo paradójico: una ciudad donde siete de cada diez personas se sienten inseguras, pero donde miles deben vivir como si no lo estuvieran. Una frontera donde el crimen se mezcla con la actividad económica, donde la vigilancia parece un privilegio y donde la ciudadanía se organiza para suplir al Estado: grupos en WhatsApp, redes de vecinos, alertas comunitarias.

—Si llamo al 911, llamo —dijo—. Pero mientras llegan, prefiero avisar a mis compañeros. La primera línea somos nosotros.

El vehículo se detuvo. Él apagó el motor y pronunció la frase que resume toda esta investigación:
—La seguridad aquí es como el agua: solo te acuerdas de ella cuando te falta.

Me bajé con la sensación de caminar por una ciudad partida: una que se muestra luminosa al turista y otra que se oculta en sus colonias posteriores, donde patrullar no es prioridad y donde la noche es más que oscuridad: es advertencia.

Y sin embargo —porque así funciona esta frontera—, incluso herida, incluso cansada, incluso fragmentada, insiste en levantar la mirada. Quiere volver a confiar sin temor. Quiere cruzar sus calles sin calcular riesgos. Quiere un Estado que no sea una sombra más, sino el amanecer que promete.

Hasta que eso ocurra, la otra ciudad —la que comienza cuando cae la noche— seguirá gobernada por chats, linternas improvisadas, rutas alternativas y una fe que resiste. Pero incluso así, Tijuana sigue buscando su amanecer, porque en la orilla siempre se aprende que la oscuridad no es destino, sino advertencia.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente INICIO de semana lector@s.

El columnista es analista político, autor de los libros Un país imaginario y Tras las cortinas del poder. Escribe todos los martes y viernes, su columna, Cambio de ritmo.