10/10/2025 15:14 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 10/10/2025
_"No hay nada más cierto ni más terrible que la conciencia de haber vivido sin sentido."_
— León Tolstói, La muerte de Iván Ilich
Por Isidro Aguado Santacruz
Hay días en que el tiempo se detiene sin detenerse. Uno camina, respira, conversa, y de pronto algo —una melodía lejana, un olor a tierra húmeda, una frase apenas dicha— abre una puerta invisible hacia otro instante de la vida. No sabemos por qué algunos recuerdos regresan y otros no; quizá porque el alma, como un archivista caprichoso, sólo conserva aquello que alguna vez la estremeció.
Recordar no es volver a vivir; es volver a sentir. La memoria no reproduce la película entera, sino un tráiler: el fragmento donde se condensa lo esencial. Un abrazo antes de una despedida. La voz de un padre que ya no está. La mirada de una madre que lo comprendía todo sin decir palabra. Una tarde cualquiera en que un amigo pronunció una broma que aún nos acompaña como si fuera plegaria. La vida, si se piensa bien, no es más que una sucesión de esos breves relámpagos que iluminan la penumbra del tiempo.
Y, sin embargo, vivimos como si esos instantes fueran inagotables. Corremos detrás de metas, de papeles, de rutinas, olvidando que todo lo que realmente somos se condensa en unas cuantas escenas. En esas donde el mundo se suspende y entendemos —aunque sea por un segundo— lo que significa estar vivos. Hay momentos de elevación, cuando la realidad se expande y sentimos que el aire sabe distinto. Tal vez ocurre en una celebración, en un amanecer frente al mar, o al escuchar por primera vez el llanto de un hijo. Todo se vuelve más nítido, más luminoso, como si el universo conspirara para recordarnos que la belleza existe. Otros son de revelación: ese instante en que comprendemos algo que nos cambia para siempre. "Ya no quiero seguir aquí", "ya no amo igual", "esto no es lo que soñé". Son epifanías que a veces duelen, pero que nos devuelven el sentido de ser dueños de nuestro destino. También están los momentos de orgullo, esos en los que el esfuerzo encuentra su recompensa. Cuando, después de tanto dudar, logramos lo que parecía imposible. No por vanidad, sino porque por fin vemos reflejado en la realidad lo que alguna vez fue sólo deseo.
Y luego, los más profundos: los de conexión. Esos en los que dos almas se reconocen sin palabras. Una conversación que se queda grabada por años, una mirada que perdona, un gesto que redime. En ese encuentro, el tiempo deja de ser cronología y se convierte en comunión. Si algo define la plenitud humana es la capacidad de crear momentos así. No se compran ni se planean, se provocan con presencia. Con el arte de estar aquí, en lo que ocurre, sin mirar hacia otro lado. Vivimos demasiado atentos al después, y olvidamos que el sentido no se encuentra en lo que proyectamos, sino en lo que vivimos con hondura. A veces confundimos propósito con resultado. Creemos que la vida tiene sentido solo si logramos metas tangibles, y no comprendemos que el propósito se gesta dentro, no fuera. El sentido de la vida no se inventa: se revela, como una verdad que emerge cuando estamos dispuestos a escuchar.
Quizás esa sea la gran tarea del ser humano: alinear lo que hace con lo que ama. No se trata de perseguir el éxito ni de acumular experiencias; se trata de descubrir qué nos sostiene en silencio. Quien encuentra su sentido no necesita más promesas. Vive con la serenidad de quien ha comprendido que la felicidad no es un destino, sino una manera de caminar.
No hay fórmula para vivir bien, pero sí una advertencia: cuando nuestras acciones se desconectan de nuestros valores, la existencia se desordena. Aparecen el vacío, el cansancio, la ansiedad. Es como si el alma protestara por haber sido relegada. En cambio, cuando lo que hacemos está en sintonía con lo que creemos, la vida fluye con naturalidad, incluso en la adversidad. Tal vez por eso los antiguos decían que la sabiduría no está en saber mucho, sino en vivir con sentido. No basta con respirar, hay que habitar cada aliento. No basta con mirar, hay que ver. No basta con recordar, hay que comprender qué nos quiso decir aquel momento que no se ha ido del todo.
Hay edades del alma, y cada una exige un tipo distinto de diálogo con el tiempo. En la juventud buscamos propósitos, en la madurez los realizamos, y en la vejez los reinterpretamos. En todas, el riesgo es el mismo: olvidar que el sentido no se encuentra en el futuro, sino en el instante que ahora respiramos. Porque la vida, con su mezcla de ironía y ternura, siempre nos ofrece la posibilidad de recomenzar. Cada día es una oportunidad para reparar el hilo roto, para mirar con gratitud lo que fuimos, para reconocer en los demás una extensión de nosotros mismos. Y cuando todo parezca rutina, cuando el cansancio o la costumbre nos pesen, bastará con detenernos un momento, cerrar los ojos y recordar. Porque en el fondo, no vivimos años: vivimos momentos. Y son ellos, los instantes breves, los que le dan forma al misterio de existir.
Como cada viernes, querido lector o lectora, quiero invitarte a leer. A tomarte un respiro de esta prisa que nos devora y abrir un libro que te ayude a pensar en tus propios momentos. Hoy te propongo La muerte de Iván Ilich, de León Tolstói. No es un libro de autoayuda, sino una obra que enfrenta con lucidez y compasión la pregunta más antigua del mundo: ¿qué sentido tiene vivir? Tolstói no ofrece respuestas fáciles, pero sí un espejo. Y quizá, al mirarnos en él, comprendamos que los momentos más simples —una conversación, un gesto, un acto de amor— son los que realmente salvan una vida.
Porque, al final, todo lo que somos cabe en un instante. Y a veces basta uno solo para entenderlo todo.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente fin de semana lector@s.
_"El autor es escritor, académico, analista político y jurista, cuya obra entrelaza la filosofía, la historia y el derecho. Su pensamiento, lúcido y profundamente humano, explora la fragilidad moral del individuo frente al sistema, y la conciencia social como único camino posible hacia la dignidad y la libertad"_