14/10/2025 13:28 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 14/10/2025
"La naturaleza no castiga: sólo revela lo que el poder decidió ignorar." — José Ortega y Gasset
Por Isidro Aguado Santacruz
El agua volvió a recordarnos lo que la política olvidó: que un país sin prevención está condenado a reconstruirse eternamente. Veracruz, una vez más, amaneció bajo el agua. En Poza Rica, Papantla y Tihuatlán, las lluvias no solo desbordaron ríos, sino también la paciencia de quienes, con los pies hundidos en el lodo, miran cómo cada tormenta repite los mismos errores. Las cifras estremecen: decenas de muertos, más de cien mil viviendas afectadas, municipios incomunicados, y un dolor que, aunque repetido, nunca se normaliza.
Mi solidaridad absoluta con las familias damnificadas y mis condolencias más profundas a quienes han perdido a un ser querido. La compasión, sin embargo, no debe sustituir la reflexión. La tragedia no es solo producto del clima, sino del descuido. El temporal no distingue colores partidistas; desnuda a todos por igual, aunque no todos asumen su responsabilidad.
Veracruz enfrenta hoy una doble crisis: la natural y la institucional. La gobernadora Rocío Nahle decidió cancelar la póliza estatal contra desastres naturales —vigente desde hace años— para sustituirla por una aseguradora estatal sin capital ni registro ante la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. En los hechos, el estado quedó sin respaldo técnico ni financiero. Esa omisión administrativa se tradujo en vulnerabilidad social. Cuando el agua llegó, el gobierno carecía de paraguas.
La naturaleza advirtió; los reportes de riesgo existían; las alertas estaban sobre la mesa. Pero no hubo evacuaciones, ni protocolos, ni coordinación efectiva entre Protección Civil y los municipios. Las lluvias no sorprendieron al territorio: sorprendieron a su gobierno.
México no es ajeno a estos episodios. En 1993, Tijuana vivió una tormenta devastadora que provocó deslaves y la muerte de más de sesenta personas. En 1999, Veracruz y Puebla sufrieron lluvias torrenciales que dejaron más de doscientas víctimas y destruyeron comunidades enteras. En 2007, Tabasco y Chiapas fueron cubiertos casi por completo por el agua. Cada desastre dejó lecciones, diagnósticos, comisiones y discursos. Pero la prevención, como tantas veces, se fue diluyendo en la burocracia del olvido.
Durante más de dos décadas, el Fondo de Desastres Naturales (FONDEN) representó el mecanismo institucional más eficiente para enfrentar emergencias. Creado en 1996, este fondo actuaba bajo reglas claras: declaratoria de emergencia, liberación de recursos, coordinación intergubernamental y reconstrucción prioritaria de viviendas e infraestructura básica. Su existencia permitió responder con rapidez a huracanes, sismos e inundaciones. Sin embargo, en 2021 fue eliminado bajo el argumento de combatir la corrupción y simplificar la administración. El reemplazo —un modelo dependiente del presupuesto federal— convirtió la previsión en discrecionalidad.
Hoy, mientras el agua cubre pueblos y las familias improvisan refugios, resurgen preguntas que creíamos archivadas: ¿por qué desmantelar lo que funcionaba? ¿por qué exponer a la nación a la improvisación?
La comparación internacional es inevitable. En Japón, país donde la naturaleza dicta las reglas, el 1.5 % del PIB se destina anualmente a infraestructura antisísmica y sistemas de alerta temprana. Los Países Bajos, que viven bajo el nivel del mar, crearon el programa Room for the River, que reconfiguró sus cuencas fluviales para evitar inundaciones mediante ingeniería ecológica. Singapur, con su dique urbano Marina Barrage, logró integrar control de mareas, captación de agua dulce y recreación ciudadana. Chile, tras décadas de sismos, estableció fondos permanentes de reconstrucción y protocolos comunitarios de respuesta inmediata.
En México, en cambio, seguimos confiando en la épica del rescate, no en la ciencia de la prevención. Nos moviliza la emergencia, pero no la previsión. Actuamos con fervor cuando todo se derrumba, pero rara vez planificamos para evitar que vuelva a suceder.
El Estado mexicano, con sus instituciones de Protección Civil, tiene capacidad técnica, pero carece de continuidad política. Cada administración inventa su propio mecanismo de respuesta, cambia nombres, disuelve fondos, crea comisiones nuevas y desmantela las anteriores. Así, cada desastre natural se convierte también en una metáfora del Estado: un sistema que se inunda de improvisaciones.
La respuesta ciudadana, en cambio, vuelve a mostrarse ejemplar. Migrantes veracruzanos en Estados Unidos rentaron un helicóptero para llevar víveres a Ilamatlán; su ayuda llegó antes que la del gobierno. Ese gesto, que podría parecer anecdótico, es síntoma de un fenómeno más profundo: la sociedad civil reemplazando funciones que el Estado ha abandonado. El helicóptero del pueblo voló más rápido que el del poder.
El desastre también deja lecciones políticas. Gobernar no es administrar emergencias, sino prevenirlas. La empatía no se mide en discursos ni en sobrevuelo de helicópteros; se mide en planeación, en políticas públicas, en obras de drenaje, en cauces limpios, en presupuestos asignados a tiempo. Y eso, lamentablemente, es lo que no se hizo.
Hoy, cuando Veracruz intenta levantarse entre el barro, México debería mirar más allá del momento y preguntarse qué tipo de país quiere ser. Uno que improvisa cada vez que llueve, o uno que planifica para que las tormentas no arrasen con su dignidad.
La naturaleza no castiga: solo revela lo que el poder decidió ignorar.
Y en cada gota que cae, hay un eco de advertencia. Porque la próxima vez que el cielo se abra, no bastará con rezar ni culpar al pasado: hará falta haber aprendido, de una vez por todas, que gobernar también es prever.
El autor es escritor, académico, analista político y jurista, cuya obra entrelaza la filosofía, la historia y el derecho. Su pensamiento, lúcido y profundamente humano, explora la fragilidad moral del individuo frente al sistema, y la conciencia social como único camino posible hacia la dignidad y la libertad