Columnas

Las palabras que arden: entre el olvido y la dictadura perfecta

"La literatura es fuego. Es crítica, es inconformismo, es insatisfacción, es sueño y es rebelión.", Mario Vargas Llosa, discurso de aceptación del Nobel de Literatura 2010.
Isidro Aguado Santacruz Archivo

La tinta se seca, los libros acumulan polvo, y la escritura, esa forma sutil de resistencia, yace al borde del olvido. En su lugar, se erige una nueva catedral: la Inteligencia Artificial, omnisciente, omnipresente, omnipotente. Pero carente de alma.

Ya no se escribe para comprender el mundo, sino para domesticar algoritmos. Ya no se lee para despertar el pensamiento, sino para confirmar prejuicios en 280 caracteres. Lo que Octavio Paz llamó "la tradición de la ruptura" ha sido remplazada por el ruido del scrolling infinito. Y mientras la literatura se desvanece como tinta diluida en agua, la política mexicana avanza —como una carroza fúnebre— hacia su propia parodia. Mario Vargas Llosa ha muerto. Su cadáver aún tibio no ha dejado de incomodar. Porque si algo tuvo el peruano —ese hispano que quiso ser francés y acabó siendo español por conveniencia monárquica— fue el coraje de decir lo indecible. En 1990, cuando el país vivía su espejismo democrático más descarado, soltó aquella frase que hoy todavía duele en el alma oficialista: "México es la dictadura perfecta."

Fue un acto poético en su violencia. No por su belleza, sino por su precisión. Y fue también un acto literario, porque nombrar lo que nadie quiere nombrar es el deber supremo del escritor. Vargas Llosa lo sabía, como lo sabía Paz, que organizó aquel coloquio que hoy parece leyenda. Las palabras, cuando son verdad, tienen dinamita adentro.

Pero hoy... ¿quién escribe con dinamita? ¿Quién lee con el corazón en la mano y el intelecto despierto? Pocos. Muy pocos. La crítica se ha vuelto timorata, el pensamiento se refugia en la ironía vacía. Ya no hay herencia de Sartre ni rebeldía de Camus. Ni un La ciudad y los perros que sacuda conciencias. Ni un El laberinto de la soledad que nos enfrente al espejo. Solo hay "contenido".

Hoy Vargas Llosa se vuelve incómodo incluso en la muerte. Porque su obra —como toda verdadera obra— interpela. Señala. Acusa. No fue infalible ni puro. Se extravió en sus últimos años, sí, como tantos que se acercan demasiado al poder. Pero su frase sobre el PRI fue el equivalente moderno de arrojar una piedra a los ventanales del Palacio Nacional. Y se lo cobraron: fue expulsado del país. Regresó una década después, como esos exiliados que la historia intenta borrar y que terminan volviendo con laureles en la frente.

Y sin embargo, aquí estamos. En 2025. Con la sucesión presidencial del 2030 ya en marcha como si el calendario no importara. Con una oposición que huele a naftalina y una clase política que amenaza con coronar a un hijo como si la democracia fuese herencia dinástica. Lo dijo Álvaro Obregón con brutal honestidad: "No hay general que aguante un cañonazo de 50 mil pesos." Hoy no hay república que aguante el narcisismo genético de un patriarca transformado en tótem.

La política, como la literatura, también exige rupturas. Pero mientras la segunda resiste en sus catacumbas —en bibliotecas vacías y plumas que aún se empuñan como armas— la primera se ahoga en su autocelebración. ¿Dónde están los nuevos Paz, los nuevos Vargas Llosa, los nuevos Rulfo o Rosario Castellanos que, desde la palabra, deshagan la telaraña del poder? ¿Dónde está la literatura como contrapeso?

Mientras tanto, los partidos siguen prostituyendo ideas: el PRI, hoy sin máscara, pacta con su reflejo en el PAN; el PAN se entrega al mismo moralismo hipócrita que siempre lo definió; y Movimiento Ciudadano se disfraza de frescura juvenil mientras juega con el mismo guion de siempre: prometer para ascender, aliarse para sobrevivir. No son alternativa, son ambición disfrazada de causa. Proyectos que dicen estar a favor del pueblo, pero que persiguen lo de siempre: poder, poder, poder.
¿Qué nos espera en 2030? Tal vez lo que advirtió el propio Vargas Llosa: una nueva forma de autoritarismo, pero ahora revestido de legitimidad electoral.

Y como si el guion no fuera ya suficientemente vergonzoso, se cuela el "feminismo" de ocasión. Ese que se calla ante los depredadores si estos visten de azul o tricolor. Ese que calla ante Andrés Roemer —181 denuncias, dicen— y se desgarra la camisa si el acusado es adversario político. No es feminismo, es oportunismo. No es lucha, es cálculo. No es justicia, es teatro.

Es en este clima —donde la política es espectáculo, la escritura un vestigio y la crítica una molestia— donde la muerte de Vargas Llosa adquiere un nuevo sentido. Nos recuerda, brutalmente, que las palabras aún pueden doler. Y que escribir, si se hace con verdad, es un acto profundamente político.
Pero, ¿quién lee ya? ¿Quién se sumerge en Conversación en la Catedral buscando comprender en qué momento se jodió el Perú... o México? ¿Quién se atreve a pensar, sabiendo que pensar es peligroso?

No lo sé. Pero mientras quede una pluma que rechace los clics y un lector que prefiera un libro a una pantalla, habrá esperanza.

Y eso —como lo supieron Paz, Vargas Llosa y todos los que escriben con sangre— basta para resistir.

Descanse en paz el autor que me enseñó que escribir es resistir, y que lo imaginado también es real. Esta columna es para él. Aquí seguimos imaginando. Porque aún creemos —como él creyó— que la literatura puede salvarnos del olvido.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector.