15/08/2025 12:03 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 15/08/2025
"Porque eres testigo de mi ensueño / y has sido siempre el confidente amable / de mis sueños, amor, triunfo y fracaso / que integran de mi vida el equipaje."
Valdemar Jiménez Solís,
poeta mexicalense, "poema Mexicali, 1965"
Por Isidro Aguado Santacruz
Continuando con esta serie que cada viernes estaré compartiendo en este espacio sobre el otro México, ese que late con sus propias contradicciones, dolores y orgullos, hoy me detengo en Mexicali, mi Baja California profunda. La semana pasada hablamos de Tijuana, ciudad frontera que respira a dos ritmos; ahora cruzamos el desierto y nos adentramos en un territorio donde el sol no perdona y el viento caliente se convierte en un compañero inseparable, casi como un viejo amigo que nunca se marcha, aunque a veces quema. La travesía es un acto de paciencia: kilómetros de horizontes planos donde la luz parece doblar el aire, hasta que, como un espejismo que se niega a desvanecerse, aparece la ciudad.
Mexicali nació a principios del siglo XX, no como un capricho urbano, sino como una consecuencia inevitable de la tierra fértil que escondía el Valle y de un río Colorado que, en aquel tiempo, parecía inagotable. Era una promesa verde en medio de la nada: surcos interminables de algodón, trigo y alfalfa, que bajo el cielo inmenso parecían querer desafiar al propio desierto. Aquellos primeros años estuvieron llenos de sudor y esperanza, de noches frescas bajo un firmamento inabarcable y días de labor que iniciaban con el canto de los gallos y el rumor de las acequias. Su nombre, mezcla de México y California, es un símbolo de frontera y fusión, como un puente invisible entre dos mundos; y así, sin quererlo, se convirtió en capital en 1952, cuando Baja California reclamó oficialmente su lugar como estado.
Los mexicalenses, llamados cachanillas, heredan su apodo de una planta humilde, la Pluchea sericea, que los primeros pobladores usaban para techar y levantar sus casas. Es un símbolo perfecto para ellos: resistencia en lo árido, dignidad en lo sencillo, belleza en lo que parece apenas sobrevivir. Caminar por Mexicali es toparse con la memoria de quienes llegaron a domar el desierto con sus manos, y quedarse para siempre, aunque el calor intentara expulsarlos cada verano. Aquí, cada sombra es un refugio ganado, cada noche un alivio que sabe a victoria.
En esa ciudad, la historia no se cuenta solo en archivos o placas conmemorativas, sino también en sus mesas. Pocos lugares pueden presumir de una identidad culinaria tan rica y tan mestiza. La migración china dejó ahí una herencia tan profunda que, entre vapores y woks, Mexicali se convirtió en la capital gastronómica de la comida china en México. A esto se suman sus cortes de carne que saben a tierra y a paciencia, su cerveza artesanal que refresca como pocas cosas pueden hacerlo a 45 grados bajo el sol. Comer aquí no es solo alimentarse: es un acto de pertenencia, un pacto tácito con la historia de la ciudad.
Mexicali es también un espejo de transformación. De ciudad agrícola pasó a ser un centro industrial que respira maquinaria y comercio, pero también aulas y bibliotecas. El desarrollo educativo ha sido un pilar silencioso de su crecimiento, permitiéndole mantener niveles de desempleo bajos y una dinámica económica que atrae tanto a inversionistas como a migrantes en busca de una oportunidad. Las maquiladoras palpitan de día y de noche, y junto a ellas, los barrios guardan historias familiares que cruzan generaciones.
Pero todo crecimiento trae consigo retos. El ecosistema urbano de Mexicali consume y produce sin descanso; la gestión del agua, la movilidad y el impacto ambiental amenazan con convertirse en sombras sobre su futuro. La expansión territorial, que trajo infraestructura y comunicaciones, también exige un equilibrio que no siempre es fácil encontrar en un clima y geografía tan extremos. El desierto, aunque domesticado, nunca deja de recordar quién tiene la última palabra.
Y sin embargo, Mexicali sigue ahí, como una ciudad que se niega a ser definida solo por su calor o su frontera. Es capital no solo por decreto, sino porque concentra el pulso político, económico y social de Baja California. Desde la Rumorosa —esa carretera que parece un poema tallado en roca— hasta el último rincón del Valle, Mexicali es un recordatorio de que la vida florece incluso donde parece imposible. Aquí, la voluntad humana no es una virtud, sino una necesidad vital.
Este es el otro México: el de los cachanillas que aprenden a caminar lento para engañar al calor, que encuentran en la sombra de un mezquite la misma paz que otros hallan en el mar, que celebran su mestizaje culinario como una bandera invisible. Y así, entre el polvo y el viento, entre la nostalgia y el porvenir, Mexicali sigue escribiendo su propia historia, una que no cabe en los mapas, pero sí en la memoria de quienes han sentido, aunque sea una vez, el abrazo ardiente de su desierto.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.