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El silencio de las páginas quemadas

"Donde se queman libros, al final también se acaba quemando gente", Heinrich Heine

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

22/07/2025 11:39 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 22/07/2025

Ya no se trata sólo de ideología, protesta o rabia desbordada: meterse con los libros es acabar con el pensamiento. Es ir directo contra el alma de una civilización. Lo que vimos en días recientes en la Ciudad de México es más que un acto vandálico; es una escena que raya en el salvajismo, en la ignorancia más cruda y contagiosa. Algunos incluso aplauden estos hechos, como si no comprendieran que cuando se celebra la quema de libros, lo que arde realmente es la posibilidad de pensar. ¿A dónde nos está llevando este extravío?

Cierta vez, en la Alemania de 1933, bajo un cielo oscuro más por la ideología que por el clima, una multitud de jóvenes universitarios alzó antorchas como si fueran emblemas de pureza nacionalista. Con cánticos y vítores, alimentaron hogueras que devoraban las ideas de Marx, Freud, Mann, Brecht, y hasta de una mujer ciega y sorda llamada Helen Keller. Así, con fuego, se intentó borrar el pensamiento. La escena fue dirigida por Joseph Goebbels, ministro de propaganda del régimen nazi, y desde entonces quedó grabada como una advertencia civilizatoria: cuando se queman libros, pronto se queman personas.

Hoy, casi un siglo después, esa llama encendida por la ignorancia y el miedo reaparece, no en Berlín, sino en la Ciudad de México. Manifestantes, en una marcha contra la gentrificación —causa legítima, si la hay— irrumpieron en la Universidad Nacional Autónoma de México y, entre casetas destruidas y cristales rotos, incendiaron libros. No por accidente. No por vandalismo ciego. Lo hicieron como acto de protesta, como si el texto impreso fuese el enemigo de los pueblos y no su herramienta de liberación.

La presidenta Claudia Sheinbaum calificó este acto como "fascista". Y con razón. Porque la quema de libros no es simplemente una destrucción física: es un símbolo. Una declaración de guerra contra el pensamiento. La quema es la forma más primitiva, y a la vez más sofisticada, de censura. Es la intolerancia con fósforos. Es la voluntad de borrar lo que se teme no poder refutar.

Quien destruye un libro, decía el escritor Fernando Báez, lo hace para aniquilar la memoria que encierra. En cada página consumida por el fuego, arde una historia, un lenguaje, una herencia de humanidad. No importa si es el Popol Vuh o Rayuela, una guía científica o una novela rosa: toda palabra escrita es un testimonio del alma humana. Y por eso, destruirla es, en esencia, un acto de barbarie.

México es un país donde apenas se leen 3.4 libros por año por persona, y aún más preocupante: el 40.5% de los mayores de 18 años no lee absolutamente nada, ni libros, ni periódicos, ni revistas, según el INEGI (Módulo de Lectura, 2020). Pero a pesar de no leer, algunos ya se sienten con la autoridad moral para decidir qué debe existir y qué no. Como si el fuego pudiera corregir lo que la razón no comprende.
Lo más trágico de esta escena es su contradicción: se protesta contra la exclusión, y se lo hace excluyendo al pensamiento. Se reclama contra la marginación social provocada por la gentrificación, pero se destruye aquello que podría dotarnos de las herramientas para resistirla: el conocimiento, la historia, la reflexión.

¿No es acaso un libro, cualquiera que sea, un lugar donde el más pobre puede encontrarse con el más sabio? ¿No es la universidad un refugio donde el hijo del obrero puede leer a Hegel o a Sor Juana, y dialogar con ellos como iguales? Quemar libros en una institución académica es un doble crimen: contra la libertad y contra la esperanza.

La quema de libros no es nueva, pero cada vez que ocurre, la historia se encoge de hombros con vergüenza. En Chile, en 1973, tras el golpe militar de Pinochet, se quemaron textos por "subversivos", en una campaña que llamaron la extirpación del cáncer marxista. Lo mismo ocurrió en Camboya bajo Pol Pot, en Argentina durante la dictadura, y más recientemente, en algunas comunidades chiapanecas que destruyeron libros gratuitos por su supuesto "contenido comunista".

En todos los casos, el denominador común ha sido el mismo: miedo al pensamiento. Porque quien piensa, cuestiona. Y quien cuestiona, incomoda.

Umberto Eco escribió que el libro es como la cuchara o la rueda: una invención perfecta que no puede mejorarse. Puede cambiar de soporte, volverse digital, ser leído en voz alta o en silencio, pero su esencia permanece: el libro es el vehículo de la memoria. Nadie que ame su cultura, su tierra o su libertad, puede justificar su destrucción.

Sí, hay un México que no lee. Pero también hay uno que escribe, que estudia, que investiga, que defiende el derecho a leer como quien defiende un hogar. Hay maestras rurales que llevan libros en mulas a comunidades sin luz, hay bibliotecarios que abren espacios con fondos mínimos y hay jóvenes que aún sienten vértigo al abrir un poema por primera vez.

Es por ellos que este país aún se sostiene.
La verdadera revolución no está en las piedras ni en los grafitis incendiarios, sino en el aula, en la biblioteca, en la capacidad de transformar la rabia en argumento y el dolor en poesía.

La gentrificación, el desplazamiento forzado, la injusticia urbana, son temas que merecen análisis serio y crítica estructural. Pero la violencia nunca será el método, y el fuego nunca será la solución.
Porque cada libro quemado es un espejo roto. Y un país que no se mira en sus espejos, está condenado a repetir sus peores cicatrices.

No nos confundamos. La quema de libros no es un acto radical: es un síntoma de la derrota del pensamiento. Es cuando la política se vacía de ideas y se llena de gritos. Si realmente queremos construir un México distinto, será con más palabras, no con menos. Con más lecturas, no con más llamas.

Porque un país que quema libros se aleja de la civilización. Y uno que los defiende, la honra.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector.