Entre dos aguas: hacia una reforma hídrica con un nuevo cauce constitucional
Yeminá Samaniego*
Actualmente, en México se discute una nueva Ley General de Aguas (LGA), mientras sigue vigente la Ley de Aguas Nacionales (LAN), promulgada en 1992. Ésta, fue elaborada en un mundo jurídico distinto, bajo el cobijo del viejo orden hidráulico del país, en el que el agua era administrada como recurso estratégico del Ejecutivo federal, las concesiones eran el eje del sistema y los derechos humanos simplemente no figuraban.
Cabe resaltar que esta propuesta responde a una omisión legislativa de más de una década, en la que, después de la reforma constitucional del 2012 —que amplió el catálogo de derechos, incluyendo el acceso al agua y al saneamiento dentro del artículo 4°—, quedó pendiente la promulgación de una LGA con perspectiva de derechos humanos. La diferencia entre una ley general y una reglamentaria no es menor, aunque muchas veces pase desapercibida en el debate técnico-hidráulico.
Una ley reglamentaria desciende directamente de un artículo constitucional y lo operacionaliza, como lo hace la LAN respecto del artículo 27 al precisar el ejercicio del dominio de la Nación. En cambio, una ley general no desarrolla un solo artículo, sino un régimen constitucional completo: ordena un sistema, reparte competencias y da coherencia a la actuación conjunta de Federación, estados y municipios. Desde esta lógica, la propuesta de LGA no "reglamenta" el artículo 4 ni abandona el 27, sino que los coloca en relación: toma al primero como eje de derechos y reconoce al segundo como base del dominio público sobre las aguas nacionales.
Este movimiento jurídico desplaza el centro de gravedad, de la administración del recurso a la garantía del derecho. La nueva ley incorpora principios —progresividad, equidad hídrica, interculturalidad, justicia ambiental e intergeneracional— ausentes en la lógica instrumental de la LAN de 1992. Introduce participación vinculante en consejos de cuenca, fortalece la transparencia y redistribuye competencias entre los tres órdenes de gobierno. Es un intento de construir un orden jurídico acorde con la constitucionalización contemporánea del agua.
Sin embargo, el texto revela tensiones profundas. La primera es la fricción entre dos racionalidades: la lógica de derechos y la lógica concesional. La reforma propone garantizar un uso básico para la vida, pero preserva un régimen que históricamente ha privilegiado usos industriales y agropecuarios. Surge un ensamblaje híbrido: los derechos se proclaman como rectores, pero su eficacia depende de estructuras nacidas para fines distintos.
La segunda tensión surge en la arquitectura institucional. La ley avanza hacia un sistema multinivel, pero mantiene una CONAGUA con amplias facultades dominiales. El riesgo es crear obligaciones sin instrumentos, mandatos sin recursos, principios sin anclaje institucional.
La tercera tensión es temporal: la ley imagina un país que aún no existe. Habla de participación vinculante donde muchos consejos llevan años sin sesionar; propone justicia hídrica donde la infraestructura básica colapsa; y convoca a la gestión ecosistémica en territorios marcados por la sobreexplotación.
Adicionalmente, hay una tensión internacional. Aunque México reorganice su política interna alrededor del derecho humano al agua, permanece sujeto al Tratado de Aguas de 1944, que opera bajo una lógica previa, la del reparto volumétrico interestatal. El tratado no reconoce derechos, sino caudales. El país queda situado entre dos órbitas normativas: el futuro de los derechos y el pasado de la ingeniería diplomática.
Aun así, el gesto importa. La reforma invita a pensar el agua desde otro lugar: no como insumo económico, sino como condición de dignidad. El desafío será acompañar ese texto con instituciones capaces de sostenerlo. Porque entre dos aguas —la del viejo régimen y la del nuevo— México debe decidir en cuál quiere vivir.
*Estancia postdoctoral en El Colef