Columnas

La crema y nata

"Las élites políticas no son simplemente grupos que gobiernan, sino estructuras simbólicas que estructuran el espacio público y limitan el campo de lo posible." Roderic Ai Camp
Isidro Aguado Santacruz Archivo

En México, hablar de la crema y nata en el sector gobernante, es referirse a esa élite política que ha aprendido a sobrevivir a todos los gobiernos, a transformarse según el clima ideológico, y a mantener su lugar en el banquete del poder. Son los que no pierden aunque pierdan, los que se reinventan con cada sexenio, los que dominan el arte de la cercanía y el silencio, los que siempre encuentran una silla en la primera fila... hasta que el poder decide moverlas.

El domingo pasado, durante el primer informe de la presidenta de México, esa expresión adquirió un significado particularmente simbólico. La logística del evento relegó a la segunda y tercera fila a quienes, meses atrás, habían gozado del privilegio de la proximidad: los operadores, los aspirantes frustrados, los excolaboradores del antiguo régimen. Aquellos que, por cálculo o convicción, se distanciaron de la presidenta cuando la sucesión aún no se definía, fueron colocados esta vez detrás de una valla metálica. No hubo discurso ni reproche, pero el mensaje fue claro: en política, el acomodo espacial refleja el acomodo moral.

Esa es precisamente la esencia de la crema y nata: el círculo que se mueve no por convicciones sino por conveniencias. La política mexicana, como toda política que olvida su sentido ético, ha creado su propia aristocracia: la de los favorecidos del sistema. Y no importa cuántas revoluciones se proclamen o cuántas transformaciones se anuncien; la élite —ese grupo que vive de la cercanía al poder más que de su mérito— siempre encuentra la forma de permanecer.

El poder, como decía un viejo tratadista, no se hereda en sangre sino en costumbre. Lo que vimos en ese acto público fue una metáfora perfecta de la cultura política nacional: el eterno retorno de los mismos rostros, las mismas alianzas y los mismos rituales. La diferencia está en el matiz: unos ahora gobiernan, otros observan. Pero la estructura sigue siendo la misma.

En su discurso, la presidenta habló de honestidad, de humildad y de justicia. Reafirmó que el poder no debe servir para enriquecerse, sino para servir con dignidad. Dijo que en el "nuevo México" la honestidad es la regla, no la excepción. Y si bien esas palabras suenan necesarias, también resuenan con el eco de tantas otras promesas similares que la historia ha terminado por erosionar. La honestidad en la política mexicana ha sido siempre una virtud proclamada, raras veces encarnada.

El informe presidencial presentó avances medibles: 13.5 millones de personas salieron de la pobreza; el homicidio doloso se redujo en 32%; la inversión extranjera alcanzó niveles récord; la moneda se mantiene firme frente al dólar; el desempleo, en 2.7%, es de los más bajos del mundo. Son cifras que inspiran confianza, pero también que invitan al escepticismo propio de un pueblo que ha escuchado demasiadas veces los mismos números sin ver reflejado su efecto en la vida cotidiana.

Más allá de las estadísticas, el discurso presidencial omitió temas de enorme relevancia moral: los casos de corrupción heredados del sexenio anterior, los escándalos del llamado "huachicol fiscal" y la participación de mandos de la Marina vinculados a redes ilícitas. El silencio sobre estos asuntos no fue casual. La omisión en política suele ser un lenguaje más elocuente que la palabra misma. Y así, el mensaje de pureza institucional se diluye frente a la sombra de la impunidad.

El nuevo gobierno se enfrenta a un desafío histórico: demostrar que no basta cambiar de nombres para cambiar de prácticas. Que el verdadero combate a la corrupción no se mide por discursos, sino por consecuencias. Que el poder, si pretende moralizar la vida pública, debe ser primero un espejo limpio.

En ese contexto, la promesa presidencial de que en 2030 no habrá reelección ni herencia política suena como un intento de romper con la vieja costumbre del continuismo disfrazado de democracia. El nepotismo y el amiguismo han sido, históricamente, la base invisible sobre la que se sostiene la crema y nata del poder mexicano. Y aunque las leyes prohíban la herencia de cargos, la cultura política sigue favoreciendo a los mismos apellidos, las mismas redes, las mismas alianzas.

Esa crema y nata, que antes se reunía en los cafés del centro o en los comedores del poder, hoy se esconde tras discursos de austeridad y humildad republicana. Pero su esencia no ha cambiado. La élite política no desaparece: muta, se disfraza, adopta los lenguajes del momento. Antes eran los tecnócratas; luego, los populistas; ahora, los progresistas. El vocabulario cambia, pero la conducta persiste.

Sin embargo, algo sí parece haber cambiado en el tono del poder. La presidenta busca institucionalizar lo que antes fue caudillismo. Si el sexenio anterior se sustentó en el carisma personal, éste pretende sostenerse en la racionalidad administrativa. Ya no se trata de prometer milagros, sino de garantizar estabilidad. Esa transición —de la fe a la gestión— puede marcar el inicio de una nueva etapa política, o bien, el refinamiento de la vieja práctica de simular transformación mientras todo sigue igual.

El otro gran punto de debate lo representa la reforma a la Ley de Amparo. Bajo el argumento de hacer la justicia más rápida y evitar que los poderosos utilicen el amparo como escudo fiscal, se abre una discusión de fondo: ¿cómo garantizar la eficacia del Estado sin debilitar las garantías individuales? La historia enseña que toda reforma jurídica inspirada en la eficacia puede devenir, si no se cuida, en instrumento de control. La justicia sin límites puede volverse tan peligrosa como la impunidad que pretende combatir.

Mientras tanto, en los gobiernos locales se reproducen los mismos dilemas. En Tijuana, el alcalde presentó su informe un día antes del federal, con resultados tangibles: más de 2 mil millones en inversión para infraestructura, 30 mil luminarias nuevas, 700 mil habitantes beneficiados por programas de limpieza y más de 700 actividades culturales en bibliotecas. Son logros que muestran gestión, pero también revelan los límites del progreso urbano frente a la desigualdad, la inseguridad y el deterioro de los servicios básicos.

La crema y nata también existe a nivel municipal. Son los empresarios privilegiados con contratos, los directores que no rinden cuentas, los líderes vecinales convertidos en operadores políticos. La corrupción, cuando no se castiga, se descentraliza. Y ahí radica otro desafío: construir ciudadanía, no clientelas.

Decir la crema y nata no es un insulto; es una radiografía del sistema. Es el retrato de un poder que, durante décadas, ha confundido la política con el privilegio y el servicio con la conveniencia. Es la representación de un país donde la cercanía a la silla importa más que la capacidad de sostenerla. Pero también es un llamado a la reflexión: mientras la sociedad siga aceptando la cultura del favoritismo, el país seguirá siendo rehén de su propia élite.

El verdadero reto para este gobierno —y para cualquier otro que le suceda— será desmantelar esa estructura invisible que sobrevive a todos los discursos.
Porque el poder se renueva, pero las castas permanecen.
Y hasta que la crema y nata deje de ser el símbolo de la política mexicana para convertirse en una pieza del pasado, seguiremos asistiendo, cada seis años, al mismo espectáculo con distintos protagonistas.

En el fondo, la pregunta es una sola: ¿podrá México algún día gobernarse sin crema ni nata, con el sabor simple y transparente de la democracia auténtica?

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente inicio de semana lector@s.

*_El autor es, escritor, analista político, académico y jurista. Su pensamiento combina filosofía, historia y derecho para reflexionar sobre el poder, la justicia y la conciencia social en México._