Columnas

La herida abierta del 68

"Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado." George Orwell.
Isidro Aguado Santacruz Archivo

Han pasado cincuenta y siete años desde aquella tarde en que las balas silenciaron las voces juveniles en la Plaza de las Tres Culturas. Medio siglo y más, y todavía la memoria insiste, necia, en recordarnos que la historia no se borra con decretos ni con archivos ocultos. "El 2 de octubre no se olvida", se repite cada año, no como consigna mecánica, sino como acto de resistencia contra el olvido impuesto.

El país de 1968 era un país que buscaba modernidad, que soñaba con mostrar al mundo la imagen de estabilidad y progreso en la inauguración de los Juegos Olímpicos. Pero esa modernidad se sostenía sobre la represión, el miedo y la censura. Las huelgas de médicos, campesinos, ferrocarrileros y obreros en la década previa habían sido sofocadas con el mismo patrón: policía, ejército, cárcel. Cuando los estudiantes encendieron la chispa con una marcha contra la violencia policial tras los sucesos del 23 de julio, el régimen interpretó esa protesta como un desafío a su autoridad absoluta.

El movimiento creció con rapidez. El Consejo Nacional de Huelga articuló demandas concretas: respeto al derecho de protesta, disolución del cuerpo de granaderos, libertad para los presos políticos. La Universidad Nacional y el Politécnico se declararon en huelga. En respuesta, el Estado desplegó tanques en el Zócalo y ocupó militarmente las universidades. El rector Barros Sierra renunció en señal de protesta, dejando un ejemplo de dignidad ética que aún resuena.

El 2 de octubre, la Plaza de las Tres Culturas se llenó de miles de estudiantes, madres, trabajadores, profesores y niños. En ese lugar donde conviven ruinas indígenas, iglesia colonial y torres modernas, la historia parecía concentrada en un mismo escenario. Allí, mientras se anunciaba que la marcha se cancelaba para evitar choques, comenzaron los disparos. Nadie supo de dónde vino la primera bala, pero pronto los cuerpos cayeron sobre los mosaicos, perseguidos por ráfagas, helicópteros y soldados.

El número de muertos sigue envuelto en la sombra: unos hablan de decenas, otros de centenares. Lo cierto es que la sangre marcó un parteaguas. No fue un accidente, ni un "exceso" aislado: fue una decisión de Estado.

Y esa decisión tuvo responsables con nombre y cargo. El presidente Gustavo Díaz Ordaz asumió públicamente en su Informe de Gobierno de 1969 "toda la responsabilidad personal, ética, social, jurídica y política" de lo ocurrido, pero lo justificó con palabras que hoy suenan como puñales: dijo que había sido necesario para "defender la paz, la estabilidad y las instituciones" frente a supuestas "conspiraciones internas y externas" que pretendían desestabilizar al país en vísperas de los Juegos Olímpicos. Esa fue su coartada: sacrificar vidas para no mostrar debilidad ante el mundo.

A su lado estaban figuras claves de aquel aparato represivo: Luis Echeverría Álvarez, Secretario de Gobernación, quien sería señalado como uno de los principales responsables operativos y años después ocuparía la Presidencia. Marcelino García Barragán, titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, encargado de las órdenes al ejército. Fernando Gutiérrez Barrios, jefe de la Dirección Federal de Seguridad, que vigilaba, espiaba y elaboraba listas negras de estudiantes, maestros y líderes sociales. Todos, con pleno conocimiento de causa, formaban parte de un engranaje que eligió la violencia antes que el diálogo.

El régimen trató de cubrir la masacre con un velo de silencio. Los periódicos oficiales publicaron notas ambiguas, las cifras fueron manipuladas, los testigos perseguidos. Durante décadas, la versión oficial habló de "un enfrentamiento provocado por agitadores", pero los sobrevivientes, las madres que nunca volvieron a ver a sus hijos, y los investigadores independientes, mantuvieron viva la memoria.

Hoy, al recordar aquel octubre, no se trata solo de repetir un lema. Se trata de comprender que lo que sucedió fue la consecuencia lógica de un sistema autoritario que confundía orden con represión. Que la democracia no nació como dádiva, sino como fruto amargo de la sangre derramada. Que la impunidad de los responsables sigue siendo una deuda pendiente de la justicia mexicana.

Cincuenta y siete años después, la Plaza de las Tres Culturas permanece como testigo. Sus ruinas prehispánicas recuerdan que la violencia no es nueva; sus muros coloniales evocan la conquista y la imposición; sus edificios modernos siguen siendo metáfora de un Estado que quiso imponer modernidad a cañonazos. Allí, cada 2 de octubre, los jóvenes que no vivieron aquel horror encienden velas y levantan pancartas. Lo hacen porque saben que olvidar sería la segunda muerte de los caídos.

El 2 de octubre no se olvida porque es advertencia. Nos recuerda que cada vez que se criminaliza la protesta, cada vez que la policía reprime con exceso, cada vez que el poder habla de "enemigos internos" para justificar violencia, la sombra de Tlatelolco vuelve a posarse sobre nosotros.

La memoria es resistencia. Y mientras haya quienes repitan el grito, el sacrificio de aquellos jóvenes no será en vano.

Porque cuando el poder teme a la juventud, lo que teme en realidad es al futuro. Y eso, precisamente, es lo que aquella tarde de 1968 intentó asesinar a tiros: el futuro.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente inicio de semana lector@s.