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CAMBIO DE RITMO

Tijuana y el precio del abandono cultural

La mañana en Tijuana despierta con un rumor de frontera: motores que cruzan, pasos que se apresuran, niños que cargan mochilas más pesadas que sus esperanzas.
Isidro Aguado Santacruz Archivo

_"Un pueblo sin memoria está condenado a repetir sus errores. La cultura es la memoria viva de una nación."_ --Octavio Paz

Por Isidro Aguado Santacruz

La mañana en Tijuana despierta con un rumor de frontera: motores que cruzan, pasos que se apresuran, niños que cargan mochilas más pesadas que sus esperanzas. Esta ciudad, vibrante, contradictoria, late como un corazón lleno de historias; sin embargo, en medio de su bullicio la cultura y la educación parecen arrinconadas, como libros olvidados en estanterías polvorientas. ¿Qué tipo de ciudadanos formamos si, en lugar de cultivar la lectura, apagamos su germen con la indiferencia?

Los países que progresaron no lo hicieron por rascacielos ni por cables de fibra óptica, sino porque entendieron que las mentes críticas y creativas son el motor de la civilización. Finlandia puso la lectura en el centro del aula; en Corea del Sur las bibliotecas locales se convirtieron en centros comunitarios de innovación; Japón reconstruyó el tejido social después del despojo bélico mediante escuelas que enseñaban poesía con igual valor que ciencia. Aquí seguimos debatiendo si la cultura "da votos" o "es gasto ornamental". En 2023, la UNESCO propuso eliminar los dispositivos móviles en los salones para rescatar la concentración; en muchos países esa discusión fue punta de lanza para repensar la escuela. En México, mientras tanto, gobiernos de todos los partidos han preferido mirar hacia otro lado.

En Tijuana, la cartografía de las bibliotecas es relato de promesas incumplidas: Benito Juárez, Ignacio Zaragoza, Braulio Maldonado, Josefa Ortiz de Domínguez, Solidaridad, Josefina Rendón Parra, Abelardo L. Rodríguez, Ricardo Flores Magón, Emiliano Zapata, Francisco Javier Clavijero, Nezahualcóyotl, Otilio Montaño, Sor Juana Inés de la Cruz, Manuel Clemente Rojo, Juan María de Salvatierra, José Vasconcelos, Fernando Jordán, Gustavo Aubanel Vallejo, María Luisa Melo de Remes, Luis Donaldo Colosio, Francisco Eusebio Kino, José María Morelos y Pavón, Juan Rulfo: nombres de lucha, palabra y memoria que deberían guardar lectores y no polvo. Hoy muchas de esas bibliotecas operan sin presupuesto, sin personal, con horarios simbólicos, como si conservarlas fuera un lujo y no una obligación de Estado.

El Centro Cultural Tijuana (Cecut), faro regional, sobrevive con un subsidio federal casi idéntico al que recibía en 2017, como si la cultura no creciera ni cambiara. Y si miramos al ámbito nacional, el panorama es aún más grave: el presupuesto federal para cultura ha disminuido 28.6% entre 2014 y 2026. El Instituto Nacional de Antropología e Historia, encargado de custodiar nuestra memoria, pasará de 5,901 millones de pesos en 2025 a 4,613 millones en 2026, un recorte superior al 21%. El Instituto Nacional de Bellas Artes retrocederá de 4,886 millones a 3,943 millones, una caída de casi 20%. Son cifras que no se quedan en los papeles: representan la cancelación de talleres de teatro, la pérdida de orquestas comunitarias, la suspensión de proyectos de rescate en barrios y la condena de miles de jóvenes a no tener una alternativa cultural frente a la violencia.

No se trata solo de romanticismo. La cultura es economía tangible. En 2023, las industrias culturales y creativas aportaron 820,963 millones de pesos al PIB nacional, equivalentes al 2.7% del total, con más de 1.4 millones de empleos, es decir, el 3.5% del mercado laboral. La cultura no es gasto: es inversión productiva. Pero en México, la política pública parece olvidar que el arte también es industria, innovación y motor turístico.

También por ello hablo del Otro México, ese que no se ve: la ciudadanía que se las ingenia para llevar la cultura por su cuenta, con talleres, lecturas en plazas públicas, murales en barrios, ferias de libros autogestionadas. Realizaré una serie acerca de nuestros autores locales, para fomentar la lectura y reconocer a quienes, sin respaldo oficial, sostienen la memoria con sus propias manos.

Pero, ¿y nuestros escritores? ¿Dónde están los monumentos a Federico Campbell, que en Tijuanenses retrató la esencia contradictoria de esta ciudad frontera? ¿Dónde la placa que recuerde a Rafael Saavedra, cronista de la vida urbana y del desarraigo contemporáneo? ¿Por qué Luis Humberto Crosthwaite o Rosina Conde, voces que han dado al mundo una narrativa genuinamente tijuanense, no aparecen en plazas o calles de la ciudad? En cambio, preferimos erigir monumentos a héroes nacionales, necesarios sin duda, pero ajenos a la experiencia cultural cotidiana de nuestra Tijuana.

El olvido tiene razones: centralismo cultural, falta de voluntad política, desconocimiento ciudadano, incomodidad con autores que escribieron sobre la violencia, la corrupción o la crudeza de la frontera. En sus países de origen, muchos escritores son exaltados con bustos, placas o museos; aquí, los nuestros siguen siendo apenas notas de prensa, homenajes esporádicos o murales que se descascaran. Ese vacío no es inocente: refleja cómo decidimos quién merece ser recordado y quién no.

La paradoja es evidente: mientras se recortan presupuestos culturales, se gasta más en programas asistenciales que, aunque necesarios, no construyen ciudadanía crítica ni ofrecen horizontes de sentido. Medellín, en Colombia, demostró que las armas no pacifican, pero sí lo hacen las bibliotecas públicas, los talleres de música y las escuelas de arte. Allí, la cultura fue estrategia de pacificación y reconstrucción social. Aquí, en cambio, se sigue considerando un lujo.

El sistema educativo reproduce esa contradicción. En la mayoría de las escuelas primarias públicas, la enseñanza artística se reduce a una hora semanal. Los maestros que desean innovar se enfrentan a directivos que priorizan métricas burocráticas sobre la creatividad. Así formamos generaciones útiles para obedecer, pero no para crear. Niños que aprenden a repetir, pero no a preguntar. Adultos capaces de operar sistemas, pero incapaces de imaginar alternativas.

La cultura, además de economía, es memoria viva. En el centro histórico de Tijuana, los murales se descascaran, los cafés literarios son recuerdos, los teatros están cerrados. La ciudad necesita un plan de rescate cultural que no sea cosmético, sino estructural: inversión pública sostenida, alianzas con iniciativa privada, participación ciudadana. Porque una ciudad sin cultura no pasa de ser un cascarón de concreto.

El reto es enorme, pero no imposible. Ejemplos sobran. En Monterrey, colectivos autogestivos regeneraron barrios enteros con mosaicos y murales sin un solo peso público. En Tijuana, hemos visto talleres de escritura en colonias marginadas, proyectos fotográficos que visibilizan la vida de mujeres y orquestas juveniles que han rescatado a adolescentes del abandono. Estas experiencias demuestran que la cultura no es un privilegio elitista, sino una herramienta para construir paz.

Nombrar a alguien sin vocación al frente de una Secretaría de Cultura no es solo un error: es un insulto político. La cultura no debe ser botín ni puesto de relleno; es la argamasa que mantiene unida a la nación. En un país donde la violencia acecha cada esquina, el arte y la educación cultural no son ornamentos: son salvavidas.

Las bibliotecas de Tijuana llevan nombres de Juárez, Zaragoza, Morelos, Sor Juana, Vasconcelos, Rulfo. ¿Qué pensarían al ver que sus nombres custodian edificios vacíos, con estanterías sin lectores? No basta con infraestructura: necesitamos vida dentro de esos espacios, con niños leyendo, debates en voz alta, música en los patios y danza en los barrios.
Invertir en cultura no es un lujo, es un acto de supervivencia. En cada peso recortado late un crimen silencioso contra las generaciones futuras. Un niño que jamás escucha un poema, que no toca un instrumento ni pisa un teatro, crece más vulnerable al tedio, al resentimiento y a la violencia.

La pregunta no es si podemos permitirnos invertir en cultura, sino si podemos sobrevivir sin ella. Cada recorte es un golpe contra la paz social; cada omisión, un muro más en la desigualdad.

En Tijuana, ciudad de fronteras y espejos, la cultura no es un adorno: es la única posibilidad de reconciliarnos con nuestra memoria colectiva. Porque una ciudad que ignora a sus autores, sus bibliotecas, sus teatros y sus centros culturales, termina ignorándose también a sí misma.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengan un excelente fin de semana lector@s.