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CAMBIO DE RITMO

Una segunda oportunidad

México, y Tijuana en particular, han sido testigos de una generación que no delinque por vocación sino por abandono. Según datos del INEGI y la ENPOL 2021, más del 33% de la población penitenciaria tiene entre 18 y 29 años, y el 69% solo terminó la educación básica.
Isidro Aguado Santacruz Archivo

_"El verdadero acto revolucionario es decir: yo creo en ti, a pesar de todo."_
_Eduardo Galeano

Por Isidro Aguado Santacruz

Vi lágrimas que no buscaban perdón, sino comprensión. Aplausos tímidos, miradas perdidas, sonrisas que parecían pedir permiso. Fue en Tijuana, en un centro de internamiento para adolescentes.

Era una graduación. Jóvenes —algunos con tatuajes que narraban su historia mejor que cualquier expediente judicial— recibían un diploma. No era solo un papel. Era un grito. Una súplica. Una promesa. Vi a uno de ellos llorar al recordar a su madre, otra agradecerle a un educador que le enseñó, por primera vez, que valía la pena levantarse por la mañana. En esa sala, por un instante, el Estado dejó de castigar y comenzó a escuchar. Y yo, testigo de ese momento, me pregunté: ¿cuántas vidas podrían cambiar si decidiéramos apostar, de verdad, por una segunda oportunidad?
La pregunta parece simple, pero encierra una tragedia estructural.

México, y Tijuana en particular, han sido testigos de una generación que no delinque por vocación sino por abandono. Según datos del INEGI y la ENPOL 2021, más del 33% de la población penitenciaria tiene entre 18 y 29 años, y el 69% solo terminó la educación básica. No son criminales natos, sino víctimas de un sistema que primero les negó educación, después trabajo, y por último, hasta la posibilidad de redención. Y lo más cruel: cuando logran salir, el mundo los recibe con puertas cerradas. Como si sus errores los definieran más que sus intentos por repararlos.

En Tijuana esa realidad se convierte en un fenómeno con rostro y nombre. Jóvenes atrapados entre la seducción del crimen y la indiferencia del Estado. En 2023, según cifras de la Fiscalía General del Estado, al menos 1 de cada 5 delitos cometidos en Baja California involucraba a menores de edad. En muchos casos el común denominador era la falta de figuras parentales, el consumo de drogas desde la adolescencia o una historia de violencia intrafamiliar. ¿Cómo pedirle a un joven que ame la vida si todo lo que ha conocido es el desprecio?

A pesar de ello, no todo está perdido. Ayer, esos muchachos, vestidos con togas prestadas, nos ofrecieron una lección de humildad. Recordé entonces a Antonio Caso, quien decía que el verdadero sentido de la educación era "enseñar al hombre a ser mejor, no más útil." Y no hay mejor acto educativo que enseñar a un joven a creer, de nuevo, en sí mismo. No como un criminal reformado, sino como un ser humano completo. Como alguien que, como Galeano decía, "es lo que hace para cambiar lo que es."

Y sin embargo, seguimos fallando. La Ley Federal del Trabajo ya no exige carta de no antecedentes penales para acceder a un empleo, pero casi el 70% de las empresas privadas siguen solicitándola, según reportes de la Red por los Derechos de la Infancia en México. Bajo la justificación de "protegerse", las empresas se convierten en cómplices de una condena perpetua. ¿Qué queda, entonces, para quien ya pagó con años de su vida y aún así no encuentra una puerta abierta?

Por eso propongo algo sencillo, pero urgente: un programa que se llame "Una Segunda Oportunidad". No como consigna caritativa, sino como política pública. Debe partir de tres pilares: reintegración educativa, acompañamiento psicológico y acceso garantizado al empleo. Incluir a las universidades públicas en esquemas de tutoría, generar convenios con empresas para la contratación con incentivos fiscales, y ofrecer atención emocional post-encierro. Y sobre todo, involucrar a la comunidad. Que una señora de la colonia Morelos vea en ese joven que salió del centro no una amenaza, sino a su propio hijo, a quien también podría haberle fallado la vida.

Modelos exitosos en el extranjero nos han demostrado que esto es posible. Noruega, con una de las tasas más bajas de reincidencia del mundo —tan solo el 20%, según el Norwegian Correctional Service—, basa su sistema penitenciario en la dignidad humana, con educación, terapia y preparación para la vida en libertad desde el primer día. Alemania, por su parte, ha logrado mantener su reincidencia por debajo del 30% en varios estados, al priorizar la contratación laboral post-penal y el acompañamiento psicológico. En Colombia, el programa "Segundas Oportunidades" ha atendido a más de 5 mil jóvenes en situación de vulnerabilidad y conflicto, con resultados alentadores en reinserción laboral y educativa. Incluso Chile, a través del plan "+R", ha promovido empleos para más de 2 mil personas liberadas en colaboración con el sector privado en los últimos dos años.

¿Y México? Aquí seguimos sin un modelo integral ni cifras consolidadas a nivel nacional que evalúen con seriedad los programas de reinserción. Lo que existe es fragmentario, improvisado, muchas veces entregado a asociaciones sin respaldo, sin seguimiento, sin alma. Lo que propongo no es inventar el hilo negro, sino reconocer que hay ejemplos probados y replicables. Noruega, Colombia o Chile ya han apostado —con resultados tangibles— por modelos similares. ¿Por qué Tijuana no? ¿Por qué México no?

No se trata solo de evitar que reincidan —aunque también—, sino de sanar el tejido roto de nuestra sociedad. En palabras de Hannah Arendt, "la capacidad de perdonar y de hacer promesas es lo que permite a los hombres dejar de ser esclavos del pasado." Tijuana necesita ese perdón. México necesita promesas nuevas. Y esos jóvenes —los de ayer, los de hoy, los que vendrán— necesitan que creamos en ellos, incluso cuando ya nadie lo hace.

El cambio no será inmediato. Tampoco será perfecto. Pero si alguna vez fuimos capaces de convertir la barbarie en civilización, de levantar instituciones entre las ruinas de guerras, de transformar enemigos en pueblos hermanos, ¿por qué no habríamos de creer que un joven puede cambiar?
Es tiempo de apostar por lo impopular. De arriesgar el capital político por el capital humano. Porque cuando una sociedad es capaz de darle una segunda oportunidad al que cayó, no solo lo rescata a él. Se salva a sí misma.

Y eso —eso, precisamente— es lo que nos hace verdaderamente libres.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.

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