
18/04/2025 15:20 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 18/04/2025
"Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame." Mateo 16:24
Por Isidro Aguado Dantacruz
Hay semanas que no pasan como las demás. Se caminan con los pies del asombro, con el silencio del alma o con la solemnidad de un recuerdo compartido que, aún sin pertenencia religiosa, habita la cultura, la historia y la conciencia colectiva. La Semana Santa, entre marzo y abril, no es solo un rito cristiano: es un tiempo de alta tensión simbólica, un territorio donde la humanidad medita su propio destino a través del misterio del sufrimiento, la muerte y la esperanza.
Para los cristianos, esta semana marca el clímax del relato evangélico: el tránsito de Jesús de Nazaret desde su entrada triunfal a Jerusalén hasta su ejecución en la cruz y su posterior resurrección. Un drama que no es simplemente litúrgico, sino profundamente humano. Se inicia con la palma de la bienvenida y termina con el mármol del sepulcro abierto. Es una coreografía de la fragilidad y la fe. Cada tradición cristiana recorre este camino a su modo.
La Iglesia católica despliega un ritual antiguo que culmina en el Triduo Pascual, con el Jueves Santo que recuerda la Última Cena y el gesto desarmante del lavado de pies, el Viernes que hace memoria del dolor y la crucifixión, el Sábado de luto y vigilia, y el Domingo de Pascua, donde la vida es celebrada como si venciera por primera vez.
En la ortodoxia, el calendario suele diferir, pero la intensidad permanece: cantos litúrgicos que parecen arrastrar los ecos del primer siglo, íconos que no se miran, sino que se contemplan, y una visión cósmica de la resurrección que abraza al mundo entero.
El protestantismo, con su diversidad interna, enfatiza lo esencial: la cruz como centro, la gracia como lenguaje, el corazón como templo.
Pero la Semana Santa no puede entenderse sin mirar más allá del cristianismo. Coincide muchas veces con la Pascua judía, el Pésaj, que recuerda el paso del pueblo de Israel desde la esclavitud en Egipto hacia la libertad. Es la memoria de una liberación, la afirmación de una alianza y la celebración de un Dios que escucha el clamor de los oprimidos. Allí, el cordero no es metáfora, sino símbolo de protección y redención. La conexión entre ambas festividades no es solo histórica: es profundamente humana. En ambas, se honra el paso, el tránsito, la transformación.
En el islam, aunque no se celebra esta semana como tal, la figura de Jesús Isa, hijo de María ocupa un lugar de gran estima. Reconocido como uno de los más grandes profetas, ejemplo de pureza y sabiduría, es considerado el Mesías, aunque sin crucifixión ni resurrección según la interpretación coránica. El Corán lo exalta como quien trajo la palabra de Dios y vivió sin mancha. En esa diferencia también hay reverencia: el respeto al enviado, la creencia en su mensaje y la promesa de su retorno forman parte del horizonte islámico.
Así, la figura de Jesús no pertenece a un solo credo. Su vida y su muerte han sido interpretadas desde diversas miradas, algunas teológicas, otras éticas, muchas profundamente humanas. Fue profeta, rabí, maestro, mártir o simplemente hombre, según cada tradición. Pero en todas aparece una constante: su cercanía a los últimos, su palabra que incomodó a los poderosos, su existencia como disidencia frente al dogma petrificado.
Más allá de lo teológico, la Semana Santa habla a la conciencia. Invita, incluso al no creyente, a detenerse. Porque la cruz, sea entendida como sacrificio divino, como símbolo de resistencia o como injusticia histórica, es también una pregunta abierta: ¿cómo respondemos ante el sufrimiento? ¿Qué hacemos frente a la injusticia? ¿Cómo convivimos con la muerte?
En muchas ciudades del mundo, este tiempo se transforma en un teatro del alma. Procesiones, pasos, tambores, silencios. En cada gesto hay algo más que religión: hay memoria, hay identidad, hay belleza. Y también peligro: el de reducir lo sagrado a espectáculo, lo profundo a rutina, lo ético a ornamento. Pero incluso en medio de la escenificación, late una verdad: la necesidad humana de trascender.
Quizá esa sea la clave. La Semana Santa, en su forma cristiana o en sus ecos judíos, islámicos o incluso seculares, no es un acto de clausura, sino de apertura. No impone, propone. No encierra, invita. Porque en un mundo que cada vez corre más rápido, esta semana parece recordarnos que aún somos capaces de detenernos, de recordar, de contemplar.
Y al final, cuando todo el incienso se disipe, cuando el último canto calle y el último cirio se apague, quedará la pregunta más antigua de todas: ¿qué hacemos con el sufrimiento? La respuesta, quizá, no esté solo en los templos, sino en cómo tratamos a los otros, especialmente a los crucificados de nuestro tiempo.
En estos días de recogimiento y meditación, más allá de las ceremonias y tradiciones, que cada uno, sea cual sea su camino espiritual, encuentre en el misterio de la Pasión y la Resurrección un reflejo profundo de la esperanza humana, de la capacidad de renacer y de la fuerza que nos impulsa a no rendirnos. Que este fin de semana santo sea un momento de reflexión sincera, donde se renueven las fuerzas del alma, se estrechen los lazos de solidaridad y se encuentre la paz en medio de los desafíos.
Les deseo un tiempo de profunda serenidad y renovación interior.