
23/05/2025 14:07 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 23/05/2025
_"Donde hay poder, hay resistencia. Pero el poder no solo oprime: produce realidades, produce verdad."_
—Michel Foucault, Vigilar y castigar
Por Isidro Aguado Santacruz
La espiral de violencia que sacude a México ya no es una anomalía, sino un sistema que se alimenta de su propia descomposición.
El reciente asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, figuras cercanas a la alta esfera del gobierno capitalino, no es una excepción trágica, sino parte de un patrón aterrador: el crimen ha dejado de ser un fenómeno marginal para instalarse como parte constitutiva de la vida política y social del país. Entre el año 2000 y 2025, más de 2,300 eventos de violencia política han sido registrados, de los cuales casi 500 han terminado en asesinatos, según la organización Data Cívica. Esta cifra no solo revela una epidemia, sino también la complicidad de un sistema que ha perdido el monopolio legítimo de la fuerza.
Los hospitales, otrora santuarios del cuidado humano, han sido invadidos por el lenguaje de la ejecución. Hace unos días en nuestro Estado, Baja California, un hombre disfrazado de enfermero ingresó al área de urgencias del Hospital General de Tijuana y asesinó a quemarropa a Wendy Lizeth Martínez Quijada, de 39 años. Había sobrevivido apenas unas horas al primer atentado. Denunció, antes de morir, que fue amenazada por negarse a vender droga para un grupo criminal. La escena es más que un crimen: es un símbolo. La violencia ha corrompido incluso los últimos reductos de la esperanza civil.
En Culiacán, la violencia ha escalado a tal nivel que no solo los ciudadanos, sino también los animales, han tenido que huir. El Santuario Ostok, hogar de cientos de especies rescatadas del maltrato, cerró sus puertas en mayo de 2025 por razones de seguridad. Más de 700 animales están siendo trasladados a Mazatlán, en lo que su fundador ha calificado como "el mayor éxodo de fauna silvestre en la historia de México por razones de violencia". Que la inseguridad imponga su ley hasta sobre los espacios dedicados a la vida no humana no es un detalle anecdótico, sino la expresión última del desgobierno.
El Estado mexicano, si se atiene a la definición clásica de Max Weber, ha perdido la facultad exclusiva de ejercer la fuerza sobre su territorio. No porque ya no tenga armas, sino porque ya no puede ejercer justicia ni proteger a su población. En consecuencia, se ha desatado una oleada creciente de justicia por mano propia. Videos donde ciudadanos linchan a delincuentes, incendian vehículos de presuntos criminales o detienen con brutalidad a ladrones circulan en redes sociales con millones de reproducciones, mientras sectores de la población los aplauden. Lo que alguna vez se consideró barbarie ahora es visto como una forma desesperada de autodefensa.
El filósofo Walter Benjamin, en su ensayo sobre la violencia, advertía que cuando el derecho fracasa, emerge el "poder mítico", una violencia fundacional que no busca justicia sino orden. En las comunidades rurales de Guerrero, Michoacán o Oaxaca, ya operan grupos de autodefensa que fungen como policías, jueces y verdugos. Pero en el largo plazo, esta forma de venganza colectiva no restablece la ley, sino que institucionaliza el caos.
¿Qué consecuencias tiene esto para el país? Para empezar, el turismo internacional ha comenzado a menguar. Según cifras del Banco de México, en 2023 se registraron más de 3.2 millones de visitantes menos que en 2019, antes de la pandemia, y más de 800 mil turistas cancelaron sus reservas en zonas de alta criminalidad como Guerrero, Sinaloa y Michoacán. El Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC) ha advertido que la percepción de inseguridad podría hacerle perder a México más de 60 mil millones de pesos anuales en ingresos por turismo. En otras palabras, no solo estamos perdiendo vidas, sino también futuro económico.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, en _El ruido de las cosas al. caer_, nos recuerda cómo la violencia deja marcas no solo en los cuerpos, sino en la memoria y en el alma colectiva. México, como Colombia en sus décadas más oscuras, está comenzando a ser identificado globalmente no por su historia, su cultura o su arte, sino por su sangre. Cada asesinato, cada acto de barbarie, es también una exportación de miedo, un golpe al prestigio internacional, una mancha más en el lienzo del país que fuimos y que podríamos dejar de ser.
No hay Estado sin orden, ni democracia sin paz. Y sin embargo, hemos normalizado el asesinato, el ajuste de cuentas, el miedo. La política ha sido sustituida por la fuerza. La deliberación, por la amenaza. La ley, por la impunidad. Lo advertía con lucidez Hannah Arendt: la violencia comienza donde el poder pierde su legitimidad. Y cuando la violencia se hace hábito, desaparece lo humano.
Nos estamos acostumbrando a vivir entre escombros institucionales. Pero aún es tiempo de reconstruir. Cada crimen impune no solo entierra a una persona: sepulta un poco más la posibilidad de futuro. En este contexto, la pregunta ya no es cómo frenar la violencia, sino si aún somos capaces de imaginar un país sin ella.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.