Columnas

#Baja California

La traición con rostro indígena

"El mundo indígena no quiere caridad, exige respeto." Rigoberta Menchú Tum, líder maya quiché, Premio Nobel de La Paz

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

03/06/2025 09:06 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 03/06/2025

A lo largo de nuestra historia, México ha sido tierra de resistencia y esperanza. De montañas que hablan en lenguas antiguas, de ríos que custodian la memoria de los pueblos, de selvas que aún guardan los susurros de los dioses que no murieron con la Conquista.

Los pueblos indígenas, los nahuas, otomíes, zapotecos, mixtecos, mayas, tzotziles, tzeltales, purépechas, rarámuris, yaquis, seris, chontales, totonacos, huastecos, kikapúes, coras, triquis, huicholes, mazahuas, y muchos más, no han cesado de luchar por una cosa simple y monumental: el derecho a existir con dignidad.

Lucharon sin más armas que la tierra, la lengua, la espiritualidad y una terquedad casi milagrosa. Fray Toribio de Benavente, conocido como Motolinía, no se resignó a que los consideraran salvajes y documentó su cultura cuando otros solo querían desaparecerla. Emiliano Zapata, campesino del sur, levantó la voz —y luego el fusil— para que la tierra volviera a manos de sus verdaderos dueños. Felipe Carrillo Puerto fue asesinado por defender a los mayas. Hermelinda Tiburcio ha sido silenciada por hablar de la violencia que el Estado finge no ver. Todos ellos defendieron sin dobleces.
Luchaban por otros, no por sí mismos.

Hoy, en la escena política mexicana, esa ética ha sido sustituida por el cálculo. Quien se presenta como representante de una causa muchas veces no busca justicia, sino poder. En nombre de las comunidades indígenas, de las mujeres, de los migrantes, de la diversidad sexual, se alzan figuras que, una vez instaladas en el cargo, olvidan a quienes los llevaron ahí. Se disfrazan de mártires, pero actúan como mercaderes.

Ejemplos sobran. Rosario Piedra Ibarra llegó a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos respaldada por el legado de su madre, la histórica activista Rosario Ibarra de Piedra. Pero desde su nombramiento en 2019 hasta su mutismo institucional, su gestión ha sido una letanía de omisiones y silencios frente a la violencia estatal. Pedro Salmerón, historiador, se proclamó defensor de los olvidados, pero sus propias víctimas lo acusaron de acoso. Noroña, el tribuno del pueblo, pasó de gritar desde la calle a negociar con el poder que antes maldecía. Y ahora, Hugo Aguilar Ortiz, quien se presenta como un defensor de las comunidades indígenas, parece repetir esa tragedia: el ascenso por la causa ajena y el olvido en el momento del poder.

Aguilar Ortiz, originario de Tlaxiaco, Oaxaca, se perfila —según el 80% de las actas computadas de la elección judicial del 2025— como el nuevo ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. A las 19:10 horas del lunes 2 de junio, el conteo oficial le daba una ventaja clara: 4 millones 514 mil 157 votos. Un número abrumador. Un respaldo que, en apariencia, sería una victoria para los pueblos originarios. Pero en política, como en literatura, lo que parece no siempre es.
Durante seis años, Aguilar Ortiz operó desde el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas. Coordinó las consultas sobre megaproyectos como el Tren Maya y el Corredor Interoceánico. En teoría, debía garantizar el consentimiento libre, previo e informado de las comunidades afectadas. En la práctica, convirtió esas consultas en meros trámites burocráticos para legalizar lo ya decidido desde arriba.

La Oficina del Alto Comisionado de la ONU denunció en 2019 que el proceso consultivo del Tren Maya violaba estándares internacionales. Las comunidades solo fueron informadas de los beneficios, nunca de los riesgos. Se les habló del turismo, no del despojo. De empleos, no de desplazamientos. Aguilar Ortiz no fue un mediador: fue un emisario del poder federal disfrazado de aliado.

Lo mismo ocurrió con la reforma constitucional en materia indígena y afromexicana. Prometieron modificar 16 artículos para reconocer derechos colectivos, autonomía y consulta. Solo tocaron el artículo 2º. Todo lo demás fue simulación. Para los pueblos indígenas, esa reforma era la posibilidad de una república verdaderamente plurinacional. Para el gobierno, apenas un instrumento retórico para ganar legitimidad. Aguilar Ortiz fue el operador de esa traición.

Y ahora, con un discurso de justicia ancestral, se prepara para encabezar el Poder Judicial. Un poder que durante décadas ha sido sordomudo ante los agravios a los pueblos originarios. Un poder que se ha modernizado sin pluralismo, que ha hablado de derechos sin hablar de pueblos, que ha interpretado la ley sin entender la tierra.

Los pueblos indígenas no necesitan más intérpretes. Necesitan instituciones que no los cosifiquen, ni los utilicen como escenografía folclórica en actos oficiales. México tiene más de 23 millones de personas que se autoidentifican como indígenas. Representan casi el 20% de la población nacional. Pero en los espacios de poder real, la Suprema Corte, el Congreso, las secretarías de Estado, su voz sigue siendo testimonial.

Lo preocupante no es que un indígena llegue al poder. Lo alarmante es que lo haga mintiendo en nombre de su pueblo, repitiendo las formas del viejo sistema con ropajes nuevos. El sistema político actual ha entendido que la legitimidad ya no se conquista solo con banderas partidistas, sino con causas sociales. Pero esas causas, una vez alcanzado el poder, son vaciadas de contenido. Se convierten en trampolines para la ambición. La causa se vuelve coartada. La representación, un negocio.

Decía Vargas Llosa que una de las peores formas de autoritarismo es aquella que se esconde detrás de la palabra "libertad". En México, la traición más honda es la que se disfraza de justicia. Hugo Aguilar Ortiz tiene derecho a ser ministro. Pero no tiene derecho a mentir en nombre de quienes no pueden hablar. No tiene derecho a usar la memoria de los pueblos como escalera.
Los pueblos indígenas han sido traicionados por virreyes, por caudillos, por presidentes. No merecen serlo ahora también por uno de los suyos. La historia no se repite, pero rima. Y cuando el poder se sirve de los más pobres para justificar su perpetuación, la rima se convierte en farsa.

México necesita jueces, no propagandistas. Defensores, no operadores. Y sobre todo, necesita que la justicia deje de ser una palabra ajena en lengua náhuatl, tsotsil o mixe. Porque justicia, en cualquier idioma, solo existe cuando hay verdad.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector