
17/06/2025 08:34 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 17/06/2025
"La esencia de la diplomacia no es el arte de imponer, sino el deber de estar presente." — Harold Nicolson
Por Isidro Aguado Santacruz
Desde que el Grupo de los Siete se consolidó en 1975 como una cumbre informal entre las economías más desarrolladas del mundo, su poder simbólico y real ha sido innegable. No es una institución multilateral en sentido estricto, no tiene estatutos ni secretarías permanentes, pero sus decisiones y consensos se traducen —con frecuencia— en directrices que mueven el curso de la economía mundial. El G7, compuesto por Canadá, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Italia y Japón, representa hoy apenas el 10% de la población mundial, pero más del 40% del PIB global. Su peso político, económico y cultural no reside únicamente en su poder de decisión, sino en su capacidad de influencia.
En este escenario, la presencia de México, tras años de ausencia diplomática de alto nivel, cobra una relevancia que algunos intentan minimizar por simple ignorancia o ceguera ideológica. La invitación a la presidenta Claudia Sheinbaum no es un gesto protocolario. Es un reconocimiento a la importancia estratégica de México como interlocutor hemisférico, como potencia emergente y como socio indispensable en la arquitectura de gobernanza global. La última vez que un presidente mexicano acudió personalmente a una cumbre del G7 fue en 2012, durante la reunión de Camp David, y desde entonces, aunque México fue invitado en varias ocasiones, la silla estuvo vacía. En diplomacia, cuando uno no asiste, se deja de contar.
Y lo que se discute en estas mesas no es menor. El temario de la edición 51, celebrada en Kananaskis, Canadá, del 15 al 17 de junio, no es solo una lista de buenas intenciones. La agenda impulsada por el primer ministro Mark Carney incluye tres ejes de acción: la protección de comunidades frente al crimen organizado y desastres naturales, la transición energética y digital mediante inteligencia artificial y cadenas de minerales críticos, y la construcción de alianzas estratégicas para el desarrollo con inversión privada en infraestructura de alto valor. Todo ello enmarcado por la creciente tensión internacional: la guerra en Ucrania, las sanciones a Rusia, el rearme de Asia y, ahora, la peligrosa escalada entre Israel e Irán.
La salida abrupta de Donald Trump de la cumbre —acusado ya de manejar la política exterior como si fuera un episodio de "The Apprentice"— no solo refleja la gravedad del conflicto en Medio Oriente, sino la profunda crisis de liderazgo en la potencia hegemónica. Antes de partir, el mandatario estadounidense ordenó la evacuación de Teherán, donde viven más de diez millones de personas, una acción que anuncia un posible escenario de confrontación directa. En ese contexto, la reunión bilateral entre Sheinbaum y Trump fue cancelada. No obstante, la presidenta mantuvo encuentros con los jefes de gobierno de Alemania, la India, Canadá y representantes de la Unión Europea. Su participación no es accesorio ni turismo político, es el acto básico y elemental de estar, de representar, de hablar desde México hacia el mundo.
Los mercados ya han comenzado a reaccionar. Las principales bolsas del planeta registraron caídas consecutivas ante la amenaza de un conflicto abierto en el Golfo Pérsico. El precio del crudo Brent superó los 96 dólares por barril, lo que sugiere la posibilidad de un nuevo ciclo inflacionario que afectaría especialmente a las economías importadoras de energía. El Banco Mundial advierte que un incremento sostenido del petróleo por encima de los 100 dólares reduciría el crecimiento global en un punto porcentual durante el segundo semestre del año. Y en este tablero, un país como México, con reservas considerables y experiencia energética, puede jugar un papel clave. Pero solo si está presente.
Quienes desestiman la asistencia de Sheinbaum a esta cumbre revelan una visión parroquial de la política. Como si el mundo se dividiera entre lo urgente y lo importante, y México solo tuviera permiso de preocuparse por lo inmediato. Pero la realidad global no otorga indulgencias al ausente. La diplomacia no es espectáculo ni decorado; es el lugar donde se tejen compromisos, se negocian alianzas, se amplían márgenes de maniobra. Ir no garantiza resultados inmediatos, pero no ir garantiza irrelevancia.
México gana al estar. Porque estar es la condición previa para incidir. Porque en un sistema internacional crecientemente multipolar y fragmentado, donde el orden liberal está en crisis y el autoritarismo avanza bajo nuevas formas, cada voz cuenta. Gana porque la presencia en estos foros redefine el perfil del país, amplía su rango de acción, y ofrece oportunidades estratégicas de inversión, tecnología y cooperación.
Hace apenas dos décadas, el sur global apenas era observado en estas cumbres. Hoy no solo es escuchado: es necesario. La presencia de líderes como Lula da Silva, Cyril Ramaphosa, Narendra Modi o Sheinbaum no es cortesía: es reconocimiento. Que México haya regresado al G7 en voz propia y con su jefa de Estado es un acto de dignidad internacional. Y de inteligencia estratégica.
Mientras Oriente Medio arde bajo la amenaza de una guerra nuclear, mientras las estructuras de seguridad global crujen, y mientras el futuro energético y tecnológico del mundo se redefine, México no puede —ni debe— estar ausente. Por eso, estar ahí no es perder el tiempo: es estar en el tiempo.
Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector.